Juan Ramón de la Fuente, canciller de México y ex embajador ante la ONU, tomó la palabra en el debate general de la Asamblea General y resumió la postura del país con una idea directa: “es tiempo de mujeres”. No fue un guiño retórico ni solo la foto de tener a la primera presidenta; fue el aviso de que México quiere convertir su política exterior feminista en una orientación estratégica con presupuesto, metas y evaluación: igualdad sustantiva, sistema nacional de cuidados, protección de periodistas y defensoras, y paridad con resultados dentro y fuera del país. Ocurre además en la semana de los treinta años de la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing, cuando muchos gobiernos reconocen avances legales pero también retrocesos en seguridad, cuidados y participación real en la toma de decisiones. El mensaje mexicano, si quiere pesar, debe traducirse en presupuestos, metas y evaluación: menos aplauso y más resultados.
La pregunta es cómo luce eso cuando se mide. A escala global, hoy hay del orden de treinta jefas de Estado o de Gobierno en poco menos de treinta países. La cifra rompe inercias, pero sigue siendo minoría. América Latina ha tenido un papel pionero: Isabel Perón, Violeta Chamorro, Michelle Bachelet, Cristina Fernández, Dilma Rousseff, Laura Chinchilla, Xiomara Castro y ahora Claudia Sheinbaum, entre otras. En total, alrededor de una docena larga de mujeres han presidido unos once países de la región. El dato ilusiona, pero también obliga: la representación no basta si no cambia la vida de las mujeres en el salario, en el tiempo, en la seguridad y en la salud.
En este tablero, México puede unir símbolo y sustancia. La política exterior feminista no es un eslogan; es un método para ordenar prioridades: justicia con perspectiva de género, sistema nacional de cuidados, protección a periodistas y defensoras, paridad que no solo rellene sillas sino que abra decisiones y presupuestos, y una cooperación internacional que ponga dinero y monitoreo donde pone la palabra. Cuando De la Fuente repite “es tiempo de mujeres”, la traducción operativa es otra: tiempo de indicadores. ¿Cuántas horas de cuidado no remunerado se reconocen y se pagan? ¿Cuántas niñas permanecen en la escuela? ¿Cuántas mujeres llegan a puestos donde deciden y con qué resultados medibles?
La agenda de la semana no fue solo género. Palestina volvió al centro, y ahí México mantiene la defensa de la solución de dos Estados, la protección de civiles, el acceso humanitario y el respeto al derecho internacional. Una política exterior que se diga feminista también se prueba en la guerra: en los corredores humanitarios, en la reconstrucción con enfoque de cuidados, en la atención a traumas y violencias que golpean de forma desproporcionada a mujeres y niñas. La coherencia se nota cuando el discurso de igualdad se empalma con acciones concretas en los conflictos que marcan la agenda mundial.
Tocar la ONU exige también mirar sus límites. Nunca ha tenido una mujer al frente como Secretaria General. El Consejo de Seguridad se paraliza con frecuencia y la distancia entre los votos de la Asamblea y los cambios en el terreno es grande. Beijing+30 deja a la vista la paradoja: tenemos marcos y metas, pero la implementación depende de presupuestos nacionales, de cadenas de cuidado invisibles y de burocracias cansadas. La crítica al sistema no es un gesto amargo: es una necesidad para que el multilateralismo vuelva a entregar bienes públicos medibles. Si la ONU quiere recuperar músculo, debe afinar sus mecanismos de verificación, dar seguimiento real a los compromisos y transparentar cómo y dónde se cumple lo que se vota.
También hay que reconocer que no todo es cuestión de leyes. Hay brechas que no se cierran con decretos: la violencia de género que no cede, la impunidad, la subrepresentación en ciencia y tecnología, el techo de cristal en la empresa y en el Estado, el tiempo que se pierde entre transporte, cuidados y trabajos precarios, y las diferencias entre estados y municipios para implementar políticas. Aquí es donde México puede marcar diferencia si convierte el norte feminista en hoja de ruta con fechas, dinero y responsables claros. Eso incluye metas en el Servicio Exterior (ascensos, asignaciones, prevención y sanción del acoso), cooperación dirigida a sistemas de cuidados y a la protección de quienes informan y defienden derechos, y liderazgo en resoluciones que no se queden en adjetivos.
Sobre la confusión con “Beijing 33”: no es una categoría real. Lo que existe es Beijing+30, la revisión de los compromisos adoptados en 1995. La foto de familia sirve para el archivo; lo que cambia la vida es la hoja de ruta de aquí a 2030: participación política con poder real, cierre de brechas salariales, cuidados universales, justicia efectiva frente a la violencia y datos abiertos para evaluar.
Con todo, el balance de la semana deja una oportunidad. México puede convertir su momento histórico en un ejemplo práctico: del “es tiempo de mujeres” al “es tiempo de cumplir”. Para que la agenda de mujeres avance en el mundo hacen falta cinco decisiones sencillas de enunciar y exigentes de ejecutar: presupuestos etiquetados y suficientes; sistemas nacionales de cuidados que liberen tiempo y creen empleo digno; justicia que investigue y sancione con rapidez la violencia; paridad que abra decisiones y no solo lugares; y datos públicos que permitan medir cada avance y cada retroceso. Si la política exterior feminista es nuestro norte, entonces que se note en lo concreto: en cuántas vidas se salvan, en cuántas horas de cuidado se reconocen y se pagan, en cuántas niñas se quedan en la escuela y en cuántas mujeres ocupan espacios donde se decide el rumbo. Lo demás —la declaración, la foto, la ovación— dura un día; lo que queda es lo que se hace.