El conflicto entre India y Paquistán ha vuelto a escalar peligrosamente. La reciente operación aérea india sobre zonas controladas por Paquistán , y la respuesta militar de este último, reactivan una rivalidad histórica que va más allá de la región de Cachemira. Lo que está en juego hoy no es solo una disputa territorial, sino un conflicto cargado de intereses globales donde todos parecen ganar… menos la paz.
Estados Unidos y sus contratistas de defensa no podrían estar más cómodos. Desde hace años, Washington apuesta por India como la nueva China: un gigante asiático en ascenso, con mano de obra joven, vocación tecnológica y, ahora, una alianza estratégica con Occidente. India está en pleno auge económico —creció 7.6% en 2024— y empieza a posicionarse como potencia regional con ambiciones globales. Pero aún no ha logrado el milagro chino. Su crecimiento, aunque sólido, no ha producido una revolución industrial ni una hegemonía tecnológica como la de Pekín.
Aquí es donde la guerra se vuelve útil. Porque la industria de defensa es una palanca de desarrollo. India importa armas, sí, pero también produce cada vez más con tecnología propia y apoyo de países como Israel, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En 2024 fue el mayor importador de armas del mundo, pero también se colocó como el cuarto productor global. Esa doble posición —cliente y fabricante— le da poder y visibilidad.
Al otro lado, Paquistán se acerca cada vez más a China y Türkiye. Pekín invierte miles de millones en infraestructura, pero también transfiere tecnología militar: radares, drones, misiles. Lo que ocurre en la región no es solo una escalada militar: es un laboratorio geopolítico donde se miden capacidades, se prueban alianzas y se proyectan modelos de desarrollo. Es la guerra como escaparate de poder.
¿Quién gana? Estados Unidos, sin duda. Cada bomba, cada misil, cada dron significa contratos millonarios para sus empresas de defensa. Lockheed Martin, Boeing o Raytheon dependen de estos conflictos para justificar presupuestos, generar empleos y mantener su influencia global. Y si India se convierte en el nuevo polo de contención frente a China, mejor. No es necesario que la guerra ocurra en suelo americano. Basta con armar al aliado correcto.
Y también gana India. Porque crecer a la sombra de EE.UU. y de la OTAN le permite modernizar su ejército, fortalecer su economía y posicionarse en la escena internacional. La alianza con Israel también le ofrece acceso a tecnología de punta. El problema es que este crecimiento viene con un alto costo: militarización, tensiones constantes y el riesgo de convertirse en peón dentro de una guerra que no le pertenece del todo.
En los últimos días, más de 70 personas han muerto en enfrentamientos directos en la Línea de Control, y se estima que más de 4,000 civiles han sido desplazados en zonas fronterizas. Paquistán acusa a India de usar armamento de precisión estadounidense, mientras que India denuncia que grupos insurgentes operan con respaldo logístico desde territorio paquistaní. Entre acusaciones cruzadas y bombardeos quirúrgicos, la región se convierte en el nuevo epicentro de una tensión global que mezcla nacionalismos, alianzas militares y una industria armamentista en expansión. ¿Cuántas veces más tendrá que repetirse esta historia para que
entendamos que la guerra no es solo un fracaso diplomático, sino un modelo económico exitoso para unos pocos? ¿Y cuántos países están dispuestos a sacrificar la paz a cambio de tecnología, poder e influencia? Así, mientras el mundo observa con nerviosismo la situación en Asia del Sur, las grandes potencias celebran en silencio. La guerra no es solo una tragedia. También es un gran negocio.