En 1945, en Yalta, las grandes potencias decidieron el destino de Europa sin la presencia de quienes sufrirían las consecuencias. Bajo la retórica de la paz, Roosevelt, Churchill y Stalin negociaron el futuro de Polonia sin que los polacos tuvieran voz ni voto. El resultado, Polonia perdió territorio en el este a favor de la Unión Soviética y se le impuso un régimen comunista disfrazado de democracia. La promesa de elecciones libres emanada de Yalta se desvaneció bajo el control férreo de Stalin, convirtiendo a Polonia en un satélite soviético por más de 40 años.
Yalta dejó una lección imborrable: cuando las grandes potencias negocian sin considerar a los más vulnerables, los acuerdos se transforman en sentencias. Hoy, 80 años después, Europa enfrenta un dilema similar: decisiones tomadas a puertas cerradas podrían redefinir el futuro de Ucrania, la seguridad del continente y un nuevo orden global.
En la última semana, pareciera que el espectro de Yalta se estuviera repitiendo ahora en Ucrania. Donald Trump, con la sutileza de un elefante en cristalería, ha continuado revolviendo el ya de por sí caótico ambiente internacional. Su ataque contra el presidente de Ucrania, Volodimir Zelensky, tildándolo de “dictador sin elecciones” es un misil dirigido al corazón de la democracia ucraniana, a sus aliados europeos y un regalo envuelto en papel dorado para el Kremlin.
Trump no sólo distorsiona la realidad, sino que socava la credibilidad de Estados Unidos como garante del orden global. Su mensaje es uno plagado de mentiras diseñadas para erosionar el apoyo a Ucrania y beneficiar a Vladimir Putin. Se refiere a Zelensky como un “dictador sin elecciones”, pasando por alto que Zelensky fue elegido democráticamente en 2019 y que las elecciones de 2024 se pospusieron por la ley marcial instalada por la invasión rusa. Trump también exagera las cifras de ayuda estadounidense a Ucrania y esparce afirmaciones infundadas sobre corrupción y desvío de fondos. Manipula encuestas para minimizar el apoyo popular a Zelensky que supera 54% y, en la más descarada de sus distorsiones, insinúa que fue Ucrania quien inició la guerra, cuando sabemos que Rusia inició invasión en febrero de 2022.
No es casualidad que Trump critique la democracia en Ucrania mientras hace oídos del régimen autoritario de Putin. No menciona a los opositores encarcelados, la prensa silenciada ni las elecciones manipuladas que han mantenido a Putin en el poder por más de dos décadas. Su postura no es sólo una muestra de ignorancia, sino una concesión geopolítica sin precedentes a Moscú.
Mientras Trump juega con la estabilidad mundial, la alianza occidental se tambalea. Altos funcionarios estadounidenses sostuvieron encuentros con representantes rusos en Riad, sin la presencia de Ucrania ni Europa, enviando un mensaje muy preocupante: confirmar su alineamiento con Putin y la adopción de la retórica rusa sobre Ucrania.
En este escenario, la pregunta ya no es si Trump es un aliado de Europa, sino si se está convirtiendo en un adversario. Su complacencia con Putin, su desprecio por la democracia ucraniana y su ataque a aliados europeos evidencian cambio radical en la política exterior estadounidense.
Las implicaciones pueden ser devastadoras. Si Ucrania es forzada a aceptar una paz humillante que implique ceder 20% de su territorio, el mensaje al mundo será claro: la agresión territorial tiene recompensa y el compromiso occidental es frágil. La estabilidad europea depende ahora de si sus líderes pueden reinventar la estrategia de seguridad del continente sin el respaldo de Estados Unidos.
El problema, claramente, trasciende a Ucrania. Si Washington deja de priorizar la estabilidad de Europa, sus aliados podrían encontrarse solos frente a Rusia, China y, quizá, una potencia estadounidense cada vez más errática e impredecible. La cuestión clave ya no es solo el destino de Ucrania, sino futuro del orden global.
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