En México, los últimos vestigios de democracia se están desmontando a plena luz del día. Mientras el discurso oficial insiste en que no hay nada que temer, en menos de dos semanas, el Congreso aprobó en fast track y sin deliberación pública seria, un paquete de reformas que coloca al país en la antesala de un modelo de vigilancia estatal similar al de otros países con regímenes autocráticos.

No es exageración. Lo aprobado, con el voto mayoritario de las bancadas de Morena, PT, PVEM y Movimiento Ciudadano, es, en la práctica, la legalización del espionaje a los ciudadanos, la centralización de los datos personales y biométricos de millones personas y la entrega de estas herramientas a las instituciones de seguridad hoy dominadas por los militares.

Lejos de fortalecer las instituciones democráticas, el gobierno sigue optando por suplantarlas y por seguir fortaleciendo al ejército. Es un paso decisivo rumbo a un estado vigilante que podrá decidir cuándo ver y escuchar a los ciudadanos discrecionalmente. Un poder que, sin contrapesos, sin rendición de cuentas y sin controles, podrá ser utilizado para castigar, como ya se ha hecho, a la oposición, la crítica e incluso la disidencia.

En las democracias sanas, los controles al poder son una garantía ciudadana: el poder del Estado siempre deberá estar vigilado y controlado para evitar que sea utilizado contra los propios ciudadanos. Esta protección se ha venido desmantelando desde la llegada de Morena al poder pero su destrucción se ha exacerbado en las últimas semanas.

La velocidad con la que se legisló, la amplitud de las facultades conferidas y la opacidad de su justificación no admiten eufemismos: México ha dado un paso decisivo hacia el modelo de Estado vigilante.

El nuevo andamiaje legal permite la intervención de comunicaciones, el acceso a datos biométricos, financieros, vehiculares y de salud, así como la geolocalización en tiempo real de millones de dispositivos móviles. Todo ello, sin establecer mecanismos claros de supervisión independiente. Bajo el pretexto de combatir la delincuencia y mejorar la seguridad, se crea una Plataforma Única de Identidad, una suerte de superbase de datos, interconectada con registros públicos y privados, diseñada para centralizar la información más sensible de la ciudadanía.

Pero no dejemos de lado también la reforma que modificó la Ley de la Guardia Nacional, eliminando su carácter civil y trasladando su mando operativo a la Secretaría de la Defensa Nacional. Un cambio con el que se institucionaliza la participación de militares en tareas de seguridad pública, investigación criminal, inteligencia, e incluso su participación en procesos electorales. La ley permite ahora que personal militar con licencia especial ocupe cargos de elección popular o posiciones en los tres órdenes de gobierno.

La combinación de estos dos procesos legislativos —la vigilancia legalizada y la militarización formal del Estado— constituye un viraje sumamente peligroso. Se desdibujan los límites entre la seguridad y la libertad, entre la inteligencia legítima y el espionaje político, entre la autoridad democrática y el poder sin controles. El aparato de vigilancia que en otros países se ha construido gradualmente (como en China, Rusia, Egipto o incluso Estados Unidos bajo el Patriot Act) se comienza a dibujar en México. Sin debate público y sin que medien salvaguardas institucionales equivalentes.

Los ejemplos recientes de censura, persecución judicial a periodistas y ciudadanos críticos, y la creciente instrumentalización de figuras legales como la “violencia política de género” para acallar la disidencia, confirman que no estamos ante un escenario hipotético. El sistema ya ha empezado a operar, y lo hace bajo una lógica de control, no de protección.

La democracia mexicana enfrenta ahora una nueva amenaza: la institucionalización del miedo. Cuando los ciudadanos se saben vigilados y los militares gobiernan (aunque sea en silencio aparente) la democracia escapa por la puerta.

X: @solange_

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