Durante su campaña, Donald Trump, con la grandilocuencia que lo caracteriza, aseguró que, de ganar la elección, pondría fin a la guerra entre Rusia y Ucrania “en 24 horas”. Pero el 19 de mayo, tras una conversación telefónica de dos horas con el presidente ruso, esa narrativa se vino abajo. Trump pasó de prometer un cese al fuego inmediato de 30 días a desentenderse por completo: “que se arreglen entre ellos” declaró después.
Tras la llamada, Trump retiró la exigencia de un alto al fuego y abandonó la idea de nuevas sanciones contra Rusia, que en semanas previas había insinuado como mecanismo de presión para forzar a Putin a sentarse a negociar. La amenaza de endurecer la postura frente a Moscú desapareció, dejando en el tintero el inicio del proceso de diálogo por la paz que él mismo había prometido. Este cambio vuelve a evidenciar el abandono en que Estados Unidos pretende dejar a Ucrania al retirarle su principal respaldo militar, económico y de inteligencia. La OTAN, fragmentada, parece tener que seguir enfrentando el reto de contener a Rusia sin el apoyo de Washington.
Desde Moscú, la reacción fue de satisfacción. El Kremlin agradeció el “respaldo de Trump al proceso de paz” y, con la ambigüedad calculada que caracteriza a Putin, expresó su disposición a negociar. Pero sus condiciones perpetúan el conflicto: cualquier solución, dice Moscú, debe abordar las “causas profundas” del enfrentamiento, es decir, el acercamiento de Ucrania a Europa y su aspiración de integrarse a la OTAN. Ucrania, además, debe renunciar a su soberanía y aceptar concesiones territoriales a Rusia. Una capitulación inaceptable para Ucrania.
Pero Moscú tampoco está ganando la guerra. Sentarse a negociar bajo un cese al fuego impuesto por Washington y Europa implicaría aceptar una resolución que confirmaría su debilidad. La invasión a Ucrania no ha salido como el Kremlin anticipaba: Putin sobrestimó a su ejército y subestimó a Ucrania y hoy, el costo humano y económico ha sido descomunal. Sin embargo, para Putin es imposible mostrar debilidad y por los tanto cualquier acuerdo debe dar la impresión de que Rusia no fue forzada a capitular. Exige concesiones territoriales incluso en regiones que no controla, moviliza tropas cerca de Finlandia o insinúa nuevas ofensivas contra Ucrania, aunque, en la práctica, sus avances sean más propagandísticos que reales. La táctica del Kremlin es clara: insistir en que la guerra puede continuar indefinidamente, esperando obtener concesiones que no ha conseguido en el campo de batalla. Putin no busca una paz real, sino un relato de Victoria.
Para Europa, la llamada entre Trump y Putin bien podría marcar un antes y un después. La fractura en la OTAN es cada vez más evidente. Hasta hace unas semanas, Trump parecía inclinarse por una postura más firme ante Moscú, frustrado por la falta de avances y dispuesto a endurecer sanciones. Hoy, ese impulso ha desaparecido.
Tras la llamada, la pregunta es inevitable: ¿qué ocurrió en esa conversación para que Trump renunciara incluso a la imagen de ser el único capaz de forzar a Putin a negociar? ¿Qué cedió, qué obtuvo, o simplemente, qué entendió el presidente de Estados Unidos en esas dos horas con el líder ruso?
Lo he dicho antes en este espacio: el abandono de Estados Unidos a Ucrania es también un repliegue total de su política exterior. La capacidad de incidencia de Trump y su administración queda en entredicho tras esta llamada con Putin. Y con ella, también se erosiona la confianza de Europa en la palabra estadounidense.
Por ahora, Ucrania y Europa deben prepararse para enfrentar solas una amenaza que, hasta hace poco, parecía ser un desafío compartido con Washington. La seguridad del continente depende cada vez menos de las palabras de la Casa Blanca, y más de la determinación de quienes, en el terreno, resisten el avance de la autocracia.
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Solange Márquez