Es difícil imaginar un escenario más irónico en la historia reciente de México. Morena, un partido que en teoría debía ser la antítesis de la hegemonía política, está a punto de conseguir un porcentaje de sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados que ni siquiera el PRI tuvo en sus años de mayor dominio.

En 1996, cuando se introdujo el límite del 8% de sobrerrepresentación, se buscaba alcanzar una representación mucho más justa y equilibrada de todas las voces y que ninguna fuerza política pudiera modificar la Constitución por si misma sin escuchar al resto. Fue una reforma apoyada por amplios sectores, incluyendo al entonces PRD, liderado por el propio López Obrador. La intención era evitar que un solo partido pudiera ejercer un poder absoluto, como había sucedido con el PRI.

Pero hoy, la historia parece estar girando sobre su propio eje. Morena pretende que se le reconozcan triunfos a sus partidos satélites, para obtener una sobre-representación cercana al 20% en la Cámara de Diputados, un nivel de distorsión que no hemos visto en México en más de 30 años. Para ponerlo en perspectiva, en 1991, en pleno apogeo de su poder, el PRI y sus satélites tuvieron una sobre-representación del 7.65%. Incluso en 1988, ese porcentaje de apenas el 2.8%.

Si se aprueba esta sobrerrepresentación, el próximo Congreso se parecerá mucho a la legislatura de 1991 bajo Carlos Salinas de Gortari, cuando el PRI y sus partidos satélites obtuvieron 370 legisladores, es decir, el 74% de la Cámara. Hoy Morena y su nueva chiquillada con el 54% de los votos buscan tener el mismo la misma supermayoría que el PRI tenía en el 91. La diferencia crucial es que en 1991, el PRI y sus aliados obtuvieron en las urnas el 66.35% de las prerferencias; un 11.65% más de votos que lo que tienen Morena y satélites.

Aquel era un tiempo en el que el fraude se hacía en las urnas, hoy, en cambio, el fraude se está perpetrando contra la Constitución al ignorar abiertamente el principio constitucional que protege el artículo 54, garantizar la representación efectiva de las minorías. La figura de la representación plurinominal no fue diseñada para que el partido mayoritario y sus satélites se sirvan con la cuchara grande, sino para garantizar el pluralismo en el país.

Lo que Morena y sus aliados buscan hoy es un despropósito. Desde 1988, en ninguna legislatura ya fuera gobierno panista o priísta hemos enfrentado una sobrerepresentación del 20% para ningún grupo o coalición, el máximo fue de 13% en 2003 que lo obtuvo el PRI con el Partido Verde durante un gobierno panista.

Lo más preocupante es que esta maniobra podría abrir la puerta a una serie de reformas que pondrían en peligro la independencia de las instituciones mexicanas. Entre las más alarmantes, está la propuesta de someter a elección popular a los jueces, una idea que podría destruir la autonomía del poder judicial y poner en riesgo el estado de derecho.

No deja de ser irónico que este posible retroceso democrático se está gestando bajo la mirada de un hombre que, hace casi tres décadas, decía estar del lado de quienes peleaban por abrir espacios para las minorías en nuestro país: Andrés Manuel López Obrador. Y la ironía no se detiene ahí. Ayer, por unanimidad la Comisión de Prerrogativas y Partidos Políticos del INE aprobó el proyecto en el que se da la supermayoría a Morena y satélites. Irónico que el órgano que más confianza dio a los Mexicanos para tener elecciones libres, ahora podría ser el responsable de poner el primer clavo en el ataúd de la democracia.

Las decisiones que se tomen en los próximos días podrían llevarnos de regreso a una era de hegemonía política que creíamos haber superado. La historia, irónicamente, podría repetirse, pero esta vez, con nuevos protagonistas que parecen haber olvidado las lecciones del pasado. Nuestro país retrocedería 40 años en la historia.

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