La demagogia en México campa a sus anchas desde julio de 2018. Ganó con millones de votos obtenidos debido al hartazgo de la gente por los que estuvieron antes, debido a la acuciante corrupción que lo permeaba todo (y que sigue permeando), por la desigualdad y grosera pobreza que no han abandonado nuestro país desde que se formó.

La demagogia ganó a punta de promesas imposibles de cumplir, bajo el sueño nacionalista de volver a ser y tener aquello que nunca fuimos ni tuvimos “una gran nación”, “una gran empresa para los mexicanos (Pemex, CFE)”. Ganó apelando al resentimiento social que no ha encontrado alivio entre tanta desigualdad y a una reconciliación nacional que nunca terminó por llegar.

El demagogo asegura que el mundo empezó a caminar cuando él pudo empezar a gobernarlo. Antes de él, el fracaso, la corrupción, el despilfarro. Antes de él, se sobrevivía, no se vivía. Por él y sólo por él, llegó el cambio, la transformación le dirán algunos, el desarrollo. No antes y, por supuesto, nada después. El problema con la demagogia y los demagogos es que no saben gobernar en democracia.

Una vez en el poder el demagogo encuentra que no se puede gobernar con la lengua, que para resolver los problemas de un Estado se necesitan proyectos, ideas, métricas, datos. Al demagogo eso no le gusta, no es lo suyo. Se encuentra incómodo, el traje sastre y la corbata no le sientan bien. Suda, tartamudea, se aburre. El demagogo es populista: todo eso está bien para los fifís, él está hecho para ser amado por la gente.

Por eso al demagogo no se le pueden exigir resultados, su mejor resultado es él mismo, es lo que puede ofrecer y si para él lo es todo ¿no deberíamos agradecer la fortuna de tenerlo con nosotros? El problema empieza cuando la gente de agradecerle, deja de amarlo por no cumplir con lo que prometió, cuando quienes votaron por él le muestran su impaciencia ante los magros resultados.

El demagogo se enoja, injuria, jura que todo lo que se hace o dice es porque están en su contra, todo es contra él. Su ceguera le impide ver sus propios errores y la incapacidad de quienes lo acompañan. En su mente se amontonan las ideas más extrañas ¿puede su pueblo dejar de amarlo? Imposible. Son sus enemigos que conspiran contra él, que buscan golpearlo y destruirlo. Un golpe de estado se avecina, clama.

El demagogo hará lo que sea por mantener el poder, incluso abrazará la “moral”, la religión y los valores conservadores de una sociedad mayoritariamente también conservadora, silenciará a sus críticos, desdeñado cualquier crítica y polarizando a la sociedad, reformando la constitución, cambiando reglas electorales, pulverizando a la oposición y los órganos electorales.

Otros demagogos han usado ese discurso, parece que viene en el manual. El de Venezuela, el de Bolivia, pero regreso con el de Turquía porque ese vivió un golpe de Estado que lejos de haber sido nocivo lo encumbró en el poder en uno de los peores momentos de su gobierno. La tesis del enemigo común le ayudó a unir a los ciudadanos en su defensa. Hoy, aún muchos dudan de la veracidad de un golpe que fue mal planeado y peor ejecutado, que nunca se acercó al demagogo, que implicó la muerte de civiles y terminó encumbrando al dictador.

Tengamos cuidado con los “cantos de las sirenas” que insisten en hacernos creer que nada existía antes que ellos y que todo puede ser fatal sin ellos. Que lo que se necesita es un hombre fuerte que solucione que la crítica y la oposición estorban. Nada más lejos de la realidad, justo lo que México necesita urgentemente en estos tiempos es más crítica y más oposición.

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