En la historia política de México, el ritual de distanciamiento entre el presidente entrante y su predecesor ha sido una constante tan predecible como las promesas de campaña. Desde López Portillo hasta Zedillo, pasando por De la Madrid y Salinas, cada mandatario buscó, con mayor o menor éxito, marcar territorio propio, a veces incluso encarcelando a ex colaboradores cercanos del expresidente o forzando su exilio.
José López Portillo, por ejemplo, tardó cinco meses tras asumir el cargo para hacer su jugada: nombró a Luis Echeverría embajador, enviándolo primero a la UNESCO y luego a Australia. Esta maniobra diplomática, que se extendió de 1977 a 1979, fue un elegante exilio que alejó a Echeverría del escenario político nacional. Y no se detuvo ahí. Encarceló a ex colaboradores de Echeverría y removió a los alfiles que éste había dejado estratégicamente colocados en el gobierno, como el presidente del Congreso y algún secretario de Estado. Cada acción fue un golpe calculado para desmantelar el potencial "maximato" echeverrista y establecer su propio control sobre el aparato gubernamental.
Este patrón de distanciamiento se repitió sexenio tras sexenio, cada nuevo mandatario buscando establecer su propia identidad y autoridad. Miguel de la Madrid no dudó en encarcelar a figuras emblemáticas del régimen anterior como Jorge Díaz Serrano y Arturo Durazo, enviando un mensaje inequívoco de cambio.
Carlos Salinas de Gortari, en una demostración de audacia política, ejecutó el "Quinazo" apenas 41 días después de asumir el poder, deteniendo al influyente líder petrolero Joaquín Hernández Galicia. Este acto, más que justicia, fue una clara demostración de fuerza y un anuncio de que las reglas del juego habían cambiado. Ernesto Zedillo ordenó el arresto de Raúl Salinas, hermano del expresidente, a solo 90 días de su toma de posesión. Un movimiento que buscaba reafirmar la supremacía del ejecutivo y marcar una distancia inequívoca con el sexenio anterior.
Sin embargo, en la era de la "Cuarta Transformación", Claudia Sheinbaum parece estar escribiendo un capítulo diferente, uno que podría costarle caro tanto a ella como al país.
A poco menos de dos meses de haber asumido la presidencia, Sheinbaum se encuentra en una posición comprometida que sus predecesores resolvieron con decisión y, en ocasiones, con mano dura. La nueva mandataria ocupa Palacio Nacional, pero al parecer en el Congreso se siguen las indicaciones que se envían desde Palenque.
La sombra de Andrés Manuel López Obrador sigue proyectándose sobre cada decisión importante. El caso de la reforma judicial es emblemático. Recién electa, Claudia Sheinbaum prometió un análisis profundo y un Parlamento Abierto sobre una reforma profunda que ya venía poniendo nerviosos a los mercados financieros. Sin embargo, los legisladores de Morena, su partido, aprobaron la reforma en fast track, como un "regalo" al expresidente, patrón que se repetiría con la reforma de Supremacía Constitucional. La reciente reelección de Rosario Piedra al frente de la CNDH es solo una confirmación de que en el Congreso la voz de Sheinbaum no es la que se escucha.
Estos episodios no solo socavan la autoridad de Claudia Sheinbaum, sino que erosionan, aún más, la confianza en las instituciones mexicanas. La historia sugiere que, para gobernar efectivamente, necesitará distanciarse de su mentor político. Sin embargo, hasta ahora, parece más dispuesta a ser una administradora del legado de AMLO que una líder con visión propia.
Si Sheinbaum quiesiera ejercer el poder, tendría que comenzar por sacudirse la influencia de Palenque. La historia nos da muestra de diversos ejemplos para distanciarse de su predecesor ¿tomará alguno de ellos?
X: @solange_