“El primer día laborable tras el Ramadán y la fiesta islámica de Eid el Fitr se ha teñido de sangre en el corazón de Damasco. Al menos 20 personas, entre civiles y miembros de las fuerzas de seguridad, han muerto y otras 15 han resultado heridas este domingo en un atentado suicida con coche bomba registrado cerca de la plaza de Tahrir de la capital siria…” (El País, 2017)

“Dos atacantes suicidas se volaron por el aire en y ante un café en la ciudad portuaria libanesa de Trípoli y causaron la muerte a al menos nueve personas y heridas a más de 35 […] El Frente Al-Nusra, vinculado a Al Qaeda, se ha atribuido el ataque 'en venganza por los sunitas de Siria y Líbano'…” (DW, 10/01/2015)

Así encabezaban los diarios El País y DW en 2017 y 2015 respectivamente, los atentados terroristas cometidos por Jabhat Al-Nusra, la organización terrorista de la que Abu Mohammad al-Jolani (hoy Ahmed al-Sharaa), fue fundador y líder supremo desde su creación en 2012 hasta 2017, cuando se transformó en Hayat Tahrir al-Sham (HTS), la organización que derrotó a Bashar al-Assad y que hoy gobierna Siria. Aquellos explosivos no eran solo noticias efímeras: eran el sello de un hombre cuya trayectoria se forjó en la violencia sectaria, con un saldo de civiles inocentes que hoy se reduce a un inconveniente diplomático.

Y fue precisamente a ese hombre, al-Sharaa, hoy convertido en Presidente de Siria, a quien el pasado 10 de noviembre recibió Donald Trump en la Casa Blanca en lo que fue la primera vez que un presidente sirio pisara la residencia presidencial. Hace apenas unas semanas, su nombre se encontraba en las listas de terroristas y se ofrecían 10 millones de dólares por su cabeza; hoy, el presidente lo recibe como una especie de oveja descarriada y no como un hombre con sangre inocente en las manos. "Todos tenemos un pasado duro", habría dicho Trump. Ese doble discurso no es solo una concesión retórica: es el precio de un pragmatismo que prioriza el atractivo económico de la reconstrucción en Siria (216 mil millones de dólares según el Banco Mundial) y el papel geoestratégico de Siria sobre la memoria de las víctimas.

La reunión, donde se trató a al-Sharaa como un mandatario y no como a un antiguo miembro de Al-Qaeda, giró en torno a la integración de Siria en la coalición liderada por Estados Unidos para derrotar al Estado Islámico residual, un posible pacto de seguridad entre Siria e Israel (con Washington como mediador), presencia militar estadounidense en una base aérea de Damasco, extensión de 180 días en la suspensión de la Ley César, que desde 2019 ha asfixiado la economía siria (incluyendo exenciones para el sector energético) y el alejamiento de Siria de aliados como Irán y Rusia.

No parece casualidad entonces que la designación de al-Sharaa como terrorista fuera levantada por EU en noviembre del año pasado (tras reuniones con diplomáticos), como tampoco es casualidad su cambio de nombre “de guerra” (al-Jolani) por su verdadero nombre. Pero su “rebranding” no convence del todo. Sus años al frente de HTS en Idlib, donde su grupo impuso un control férreo bajo el manto de la moderación, dejan un rastro de dudas. Ahí, las mujeres enfrentaron restricciones (a la vestimenta, la educación y la movilidad), que hoy se institucionalizan en la Declaración Constitucional de marzo pasado, que consagra la jurisprudencia islámica y la sharía para asuntos familiares y personales. No es un detalle menor: en un país donde la guerra ha diezmado a la mitad de la población, esta norma podría perpetuar desigualdades que al-Sharaa jura haber dejado atrás.

Las dudas se agravan con los ecos de marzo de este año en Latakia, donde HTS desató venganzas sectarias con ejecuciones sumarias. Rifaat, un sobreviviente alauita, relató a The New Humanitarian cómo él y su familia se ocultaron en los campos, bajo el fuego de los escuadrones: “Conozco personalmente a 45 civiles que fueron asesinados, incluyendo a mi hermana y su esposo”. Naciones Unidas quitó la etiqueta de “terroristas” a HTS hace apenas unos días, confiándole así la reconstrucción. Pero sus nexos con Ayman al-Zawahiri (sucesor de Bin Laden) y Abu Bakr al-Baghdadi (líder del califato islamico), forjados en años de ataques y yihad, no se limpian con un traje occidental o un cambio de alias. Esto parece más una jugada de legitimación para asirse al poder que un giro genuino hacia la moderación.

El apoyo de la Casa Blanca a al-Sharaa podría legitimar un régimen que ha priorizado la violencia sectaria sobre la pluralidad. No es un triunfo diplomático. Transformar a un ex terrorista en aliado geopolítico puede estabilizar un país fracturado y contrarrestar a adversarios comunes, pero a costa de erosionar la credibilidad de Estados Unidos -ya de por sí fracturada- como faro moral. Si el pasado de al-Sharaa se convierte en anécdota prescindible, ¿qué mensaje envía a las víctimas de su yihad, o a los disidentes sirios que aún sueñan con una gobernanza laica? Trump le da la mano a quien antes estuvo con aquellos que hace 24 años derribaron las Torres Gemelas. Con ese gesto, se afianza la hipocresía de creer que el pragmatismo puede redimir lo irreparable.

X: @solange_

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