A un mes de las elecciones más disputadas en Venezuela, la crisis no ha hecho más que agudizarse, mientras las noticias sobre el tema se desvanecen de los medios. El desinterés y hartazgo internacional parecen ganar terreno ante lo que se ha vuelto un asunto incómodo para muchos.

En este contexto, los pronunciamientos en contra del fraude electoral y contra los abusos del autócrata Nicolás Maduro son cada vez más tibios y escasos. En el caso e México, el gobierno encabezado por el presidente López Obrador, ha sostenido una postura pasiva, optando de facto, por la indiferencia ante las violaciones a los derechos humanos de los venezolanos, las detenciones arbitrarias y la represión contra los opositores.

El gobierno mexicano se ha limitado a solicitar que el Consejo Electoral cumpla con su obligación legal de mostrar las actas electorales. Sin embargo, seguir exigiendo la publicidad de las actas electorales, días después de que el Tribunal Supremo de Justicia convalidara el triunfo de Maduro sin pruebas, es un absurdo desproporcionado. Igualmente fuera de lugar resulta la propuesta de repetir las elecciones, impulsada junto con Colombia y Brasil, y rechazada por organismos como Human Rights Watch e incluso por la misma oposición venezolana. Esperar que esas mismas autoridades electorales, afines a la dictadura, organicen nuevos comicios es un despropósito mayúsculo.

La indiferencia de México ante la crisis venezolana no solo contradice nuestra tradición diplomática, sino que también amenaza con tener graves consecuencias a largo plazo. Recordemos que en 2017, el entonces gobierno de Enrique Peña Nieto adoptó una postura más firme, condenando abiertamente las violaciones a derechos humanos en Venezuela y apoyando distintas sanciones internacionales.

El cambio de enfoque no solo debilita la posición de México como defensor de la democracia en la región, sino que también podría exacerbar la crisis humanitaria y migratoria que amenaza con desestabilizar aún más la región. Esta pasividad diplomática, que ha sido el modo de operar del presidente actual, no ha hecho sino socavar la influencia de México en asuntos latinoamericanos y comprometer nuestra capacidad para abordar futuros desafíos regionales.

Es poco probable que México cambie su postura. En la retórica del gobierno actual y del entrante, parece ser más conveniente mantener un silencio cómplice ante los abusos del régimen chavista que denunciarlos. Esta indiferencia no solo daña la credibilidad de México en el escenario internacional, sino que también traiciona los principios democráticos que deberían guiar nuestra política exterior.

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