El 16 de diciembre de 2016, en Varsovia, el parlamento (Sejm) polaco fue escenario de una escena que, aún hoy, resulta inquietantemente familiar. Aquella tarde, bajo la amenaza de restringir a la prensa y limitar la libertad de expresión, el presidente del Sejm decidió expulsar al diputado Michał Szczerba, quien protestaba contra las restricciones impuestas a los medios. Con la oposición resistiendo, los diputados del partido gobernante Ley y Justicia (PiS) trasladaron la sesión a la Sala de Columnas. Allí, a mano alzada, sin la mirada incómoda de la prensa ni la presencia de la oposición, aprobaron el presupuesto para 2017.

La protesta no terminó ahí. En medio del frío de aquel diciembre, el juez Igor Tuleya, en Varsovia, aceptó revisar la queja contra el cierre de la investigación sobre la legalidad de esa votación. Tuleya permitió que los medios ingresaran a la audiencia y escuchó testimonios que sugerían lo impensable: la oposición había sido bloqueada y tal vez ni siquiera existía quórum. Nadie objetó la presencia de la prensa, pero en 2018 la Oficina del Fiscal Nacional abrió una investigación contra Tuleya, acusándolo de permitir la grabación de la audiencia y de divulgar información confidencial. En noviembre de 2020, la Cámara Disciplinaria del Tribunal Supremo, una instancia cuya independencia ha sido puesta en duda por la Unión Europea, le retiró la inmunidad, exponiéndolo a juicios penales y la cárcel, lo suspendió y redujo su salario. Un episodio más en la larga historia de presiones sobre la judicatura.

Entre 2017 y 2019, Polonia implementó reformas judiciales que consolidaron el control del Ejecutivo sobre el poder judicial, erosionando su independencia y debilitando su función como contrapeso. La reestructuración del Tribunal Constitucional, la remoción de jueces incómodos y la creación de una Cámara Disciplinaria para sancionar a los críticos son parte de una tendencia que, lamentablemente, no es exclusiva de ese país.

Hoy, esa historia resuena, con ecos inquietantes, en México. En las recientes elecciones judiciales, marcadas por un abstencionismo abrumador, se eligieron también a los cinco integrantes del Tribunal de Disciplina Judicial, un órgano de nuevo cuño, dotado de amplias facultades y cuyas decisiones son, por diseño, definitivas e inatacables. Es la antesala de un nuevo capítulo en la relación entre poder político y justicia.

Los perfiles de los ganadores, como adelanté aquí la semana pasada, confirman lo que muchos temíamos: al menos cuatro de los cinco tienen vínculos claros con el presidente López Obrador. Celia Maya García, quien presidirá el Tribunal, fue dos veces candidata de Morena a la gubernatura de Querétaro y propuesta, sin éxito, como ministra de la Corte. Verónica de Gyves, cercana al círculo obradorista y a la política oaxaqueña, también figuró en una terna presidencial para la Corte. Bernardo Bátiz, rostro conocido, fue procurador de López Obrador en la Ciudad de México y asesor en sus campañas. Rufino H. León Tovar, designado por el expresidente en 2018 al Tribunal Federal de Conciliación y Arbitraje, ha transitado por cargos estratégicos en gobiernos morenistas de la capital. Indira Isabel García Pérez completa el grupo, con trayectoria más técnica, pero también cercana al entorno morenista.

No hace falta mirar tan lejos para encontrar ecos de estas prácticas. En México, en abril de 2023, la Cámara de Diputados vivió su propio episodio de atropello parlamentario: el “viernes negro”, una maratónica sesión, donde la mayoría oficialista y sus aliados aprobaron, en fast track y con procedimientos irregulares, una veintena de reformas de enorme trascendencia para el país. La oposición denunció la alteración del quórum, la toma de protesta exprés a suplentes y la ausencia deliberada de debate, todo para allanar el camino a las prioridades del Ejecutivo. La escena demostró que los atajos y la opacidad en la toma de decisiones no son ajenos a nuestra realidad y representan una amenaza directa a la integridad del proceso democrático.

El nuevo Tribunal de Disciplina Judicial nace bajo la sombra de la cercanía política y la cooptación. El poder, como en aquel diciembre en Varsovia, se atrinchera en la justicia y la convierte en un instrumento más de su proyecto. Y es que la historia —esa maestra implacable— nos recuerda, una y otra vez, que la independencia judicial no es un lujo, sino el último baluarte de la democracia.

El nuevo Tribunal de Disciplina Judicial no representa un simple ajuste institucional, marca un punto de no retorno: la captura abierta y deliberada de la justicia por el poder político. Bajo la sombra de la cooptación, cada juez que ceda ante la amenaza de sanción envía un mensaje inequívoco: la imparcialidad ya no es una garantía, sino una vulnerabilidad. Así, lo que está en juego no es únicamente la balanza de la justicia, sino la legitimidad y la confianza en todo el sistema democrático. Cuando el poder se atrinchera en las instituciones encargadas de controlarlo, como ocurrió en Polonia, la justicia deja de ser un contrapeso y se transforma en un engranaje más del proyecto político en turno.

Analista. X: @solange_

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