Ha comenzado una nueva época para la justicia del país. La Suprema Corte resultado de la elección judicial ha iniciado funciones. Si esto dará paso a una justicia diferente o, por el contrario, se trata de un cambio en los actores que permitirá perpetuar o reintroducir las prácticas denunciadas para justificar la reforma judicial, una especie de gatopardismo institucional –usando la expresión derivada de la obra de Tomasi di Lampedusa–; solo podrá ser verificado y valorarse objetivamente con el transcurso del tiempo.

En principio, la Suprema Corte inicia con un cuestionamiento serio a su legitimidad. Si la reforma buscó otorgársela a las y los ministros por la elección democrática, su confección es un cúmulo de situaciones que empañan este objetivo: desde los senadores que pasaron de la oposición a Morena, votarla irregularmente en el Deportivo Magdalena Mixhuca, el incidente de los acordeones –“ya los aprobó el INE”, dijo una ministra–, que favoreció una votación atípica e improbable estadísticamente, hasta las peripecias del Tribunal Electoral para no reconocer la operación electoral para dirigir la intención del voto.

Hago esta reflexión sin soslayar mi postura y participación en el proceso. En distintos foros, publicaciones y espacios de opinión, incluyendo los de El Universal, expuse mi valoración sobre el riesgo de cooptar al Poder Judicial si la elección se centraba en la identificación política más que en un sistema de habilidades y méritos, con una evaluación acreditable. El día de la jornada electoral señalaba que el abstencionismo, las candidaturas vacías de contenido y el uso de acordeones anticipan la captura del Poder Judicial antes que su democratización, y el desmoronamiento de su pretendida legitimidad.

Asumiendo los puntos críticos en la reforma, participé ante el Comité del Poder Judicial y del Ejecutivo en el proceso para elegir a las personas integrantes de la Suprema Corte con la convicción de que, además de la carrera judicial, en el campo de la defensa de los derechos humanos hay un acervo relevante y valioso para la justicia constitucional. La intención no fue participar en todos y aumentar la probabilidad de avance, sino hacerlo en la medida que permitieran verificar la trayectoria, propuestas y la idoneidad de los perfiles.

Entre la experiencia presentada a los Comités se encontraba el trabajo de la última década: procesos como la representación ante la Corte Interamericana del caso sobre prisión preventiva oficiosa y restricciones constitucionales, resoluciones obtenidas en el sistema universal ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU y el Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria, litigios que originaron 10 tesis de la Suprema Corte y más de 20 de Tribunales Colegiados, sobre justicia penal, tortura, desaparición de personas, detención arbitraria, incluyendo la migratoria de niñas y niños, derechos de las víctimas, reparación integral y personas indígenas.

La experiencia mostró las fisuras del esquema: El Comité del Poder Judicial consideró que una maestría en derechos humanos no tiene “impacto trasversal” en las funciones de la Corte, el Comité concluyó anticipadamente sus tareas, sin presentar candidaturas y la SCJN cambió las reglas al reencauzar las inconformidades al Tribunal Electoral como juicios de protección. En el caso del Comité del Poder Ejecutivo, después de realizar una entrevista, se me incluyó en una lista de 20 aspirantes hombres que cumplían requisitos de elegibilidad y con perfil idóneo para el cargo de ministro. Tras la insaculación, 12 no fuimos favorecidos en el sorteo y 10 pasaron a la boleta. Actualmente, las entrevistas y documentación de los expedientes ya no están disponibles en el portal que habilitó este Comité. En el caso del Judicial, no hay respuesta a la interrogante de por qué los derechos humanos no serían materia sustantiva para la labor de un Tribunal Constitucional.

Volviendo a la Suprema Corte electa y a las ministras y ministros que han entrado en funciones su silencio dice mucho más que sus palabras. Más allá del uso de los símbolos, la Corte abierta al pueblo y el mando de los pueblos indígenas, poco o nada han expresado sobre los grandes desafíos para la justicia constitucional: la decisión política de constitucionalizar violación de derechos humanos, la prohibición de revisión judicial de las reformas a la Constitución, el desacato a las sentencias de la Corte Interamericana, el control judicial y límite de la expansión de las fuerzas civiles en el ámbito civil, el amparo frente a los megaproyectos o la crisis de desaparición de personas.

Que sean las decisiones y su actuación la que exprese su autonomía e independencia del proyecto político dominante. Que más allá de la narrativa y simbología de una Corte popular, sus sentencias sean garantes de los derechos humanos, de la división de poderes y del límite al poder del Estado, incluso si es de aquél que proviene de la administración a la que buena parte de las y los ministros han expresado su adhesión y respaldo. Es la justicia y no la política la que está en sus manos.

Coordinador de la Maestría en Derechos Humanos de la Universidad Iberoamericana Puebla.

@hele_simon

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