El gobierno que padecemos goza de puntería devastadora. Donde pone el ojo pone la bala. A menudo el destino del proyectil es deliberado. Y en ocasiones, salta la bala sin gran reflexión, pero con el mismo efecto devastador. Se trata de pegar en el blanco. Y pega. Ahora es el turno de la educación, que había quedado en una especie de receso, “pausada” como nuestras relaciones con España (si es que así quedaron).
Sobra decir que la educación es uno de los grandes temas (acaso el mayor) de la nación, como conjunto humano, y de la república, como organización dotada de valores y principios de suprema jerarquía. Por supuesto, el manejo que reciba la educación permite definir el carácter y la calidad de quienes pretenden regirla, responsables del destino de aquéllas.
Quien revise los documentos fundamentales de un país e incluso de una región o del mundo entero hallará, reiterado, el concepto de la educación, los valores y principios a los que ésta sirve, la estructura nacional e internacional que opera en este sector. No se trata de una cuestión menor, que pueda ser manejada a discreción y confiada a manos ineptas, incompetentes, facciosas, que dejen de lado la suprema dignidad de esta materia.
Cuando se fraguó nuestra Constitución Política, en el ya lejano (pero no olvidado) año 1917, los constituyentes de Querétaro fijaron su máxima atención en ciertos asuntos de los que dependerían el futuro de México y el destino de los mexicanos. Entre ellos se hallaron los derechos de los trabajadores, la organización del campo y el régimen de la educación. Bien que la educación figurase en el corazón de las deliberaciones del Constituyente, porque quien resuelve en torno a este tema también decide el rumbo y el futuro del pueblo.
Por ello es posible decir que el precepto más importante de la Constitución de la República es el artículo 3º, articulado con el sistema de los derechos humanos y el conjunto de las exigencias de la libertad y la democracia cuyo marco es la ley suprema. De ahí el debate en el Congreso de 1917 y la sucesión de reformas que esa disposición ha tenido, con duras batallas, altas y bajas, en los siglos XX y XXI. En esos encuentros, siempre concurridos y belicosos, se ha querido definir el cuerpo y el alma de México. Ahí se han zanjado las graves contiendas entre la pretensión autoritaria y opresora de imponer un pensamiento único o abrir el horizonte de la libertad, como lo hizo la reforma de 1946.
Cualquier toque que se pretenda en el artículo 3º., su reglamentación y los instrumentos de los que se vale México para perfilar el cuerpo y el alma de los mexicanos —inmersos en los valores y principios de la humanidad— debe ser el fruto de una profunda y honrada deliberación nacional, no de una estocada que el poderoso en turno pretenda dar a quienes serán los ciudadanos del porvenir. El poderoso puede conducir por su cuenta su propia vida, pero no la de la nación.
El caudillo y su gobierno han vuelto a disparar y la víctima ha sido el pueblo de México. El tema de los libros de texto amerita un gran análisis y requiere el concurso de la nación (nuestra nación) en un debate que haga luz sobre las sombras y los errores que se pretende imponer. Es indispensable rectificar, pronto y a fondo. Hay que reclamarlo en voz muy alta, que venza la sordera del fanatismo.