La República sufre una pesadilla colmada de presagios. La fuente reside en quien provoca discordias para gobernar el porvenir. Los personajes de este género ingresan en el sueño como los retadores en las cantinas, abastecidos de furia. Desafían a practicar “vencidas”. Diestros en este juego, doblegan a quienes se les enfrentan amparados en la ley o en la razón. Pero al retador le importan un bledo la razón y la ley.
En nuestra pesadilla hubo un acto inicial: la cancelación del aeropuerto de Texcoco. Quien supo leerlo se enteró de un modo de ser que no variaría. El retador decidió mostrar a sus gobernados “quién manda aquí”. Esas fueron sus palabras y su intención. De un golpe convirtió en ceniza los proyectos del pasado y los sustituyó con otro personal. En el tránsito entre la demolición del pretérito y la construcción del porvenir, la República distrajo recursos y extravió esperanzas.
No puedo narrar todos los capítulos de esta pesadilla, hasta llegar al punto que hoy cautiva la atención: la demolición de las instituciones que debieran ser freno y contrapeso de la voluntad omnímoda. Freno y contrapeso previstos en la Constitución y en las mejores páginas de la democracia, que hoy estamos leyendo hacia atrás.
Instituciones y sectores de la sociedad llegaron a la mesa de las vencidas. Han desfilado las clases medias, la prensa libre, la ciencia y las artes, las mujeres, los partidos políticos. Peor aún, el Congreso, la magistratura y los órganos autónomos, asediados por la injuria y el temor. Se practica un institucidio, crimen de Estado y estilo personal de gobernar. Esta pesadilla, que desvale a la nación, debe ser tema central de todas las cuitas.
Vayamos poder por poder, cotejando la letra de la Constitución con la letra de la imposición. Conozcamos la cosecha de las vencidas. ¿No es verdad que el Congreso de la República no deberá mover un punto ni una coma en las iniciativas con que lo doblega el Ejecutivo? ¿No lo es que los tribunales se abstendrán de emitir sentencias que rocen con el pétalo de la ley las decisiones del caudillo? ¿No lo es que los órganos autónomos deben abandonar su razón de ser, acosados por la difamación, el asedio presupuestal, el amago de inanición? ¿No lo es que se responde a las resistencias con invectivas y difamaciones, jamás con razones que afloren en un debate leal sobre el porvenir de la nación?
En las jornadas que hoy vivimos, nuevo capítulo de las vencidas, se ha declarado nuestro destino. Hace unos días, el futuro quedó sellado en un supremo acto de voluntad. Millares de ciudadanos acudieron a la Plaza de la Constitución para presenciar el desmontaje de la propia Constitución —¡vaya paradoja!— y saber sin intermediarios lo que espera a la República y a sus instituciones. Las opciones democráticas fueron condenadas en la hoguera del Zócalo, que también dejó brasas pendientes para otros incendios.
Se dirá que “los sueños, sueños son”. Quien los sufre puede despertar a la realidad y elegir su destino. Le bastarían la razón y el sufragio. Pero de esta pesadilla, ¿sabremos despertar? ¿Prevalecerá la razón? ¿Alcanzará el sufragio? Puede ser, si lo reconocemos a tiempo (todavía) y actuamos en consecuencia. La moneda está en el aire. Mientras tanto, la pesadilla sigue su curso.
Profesor emérito de la UNAM