Al tormento del mal gobierno, que ensombrece a la República, se agrega la tormenta que compromete el porvenir. Nos hallamos bajo el doble signo del agravio político y el asedio de la naturaleza hostil. Regularmente me ocupo de las dolencias que caracterizan el manejo de la “cosa pública”. Pero ahora conviene cargar el acento y el esfuerzo en el otro extremo de los males: la tragedia que sufren nuestros compatriotas de Acapulco y la tarea que debemos asumir para remontar, pronto y bien, este golpe de la naturaleza que nos ha causado problemas de extraordinaria gravedad.
No fuimos capaces —¿pudimos serlo, con los medios a la mano?— de prever la inmediatez, magnitud, consecuencias del huracán que se abatió sobre Acapulco. Pero hoy tenemos el deber de llevar adelante el enorme esfuerzo que permita mitigar los dolores de estas horas y atenuar los que pudiera traer el incierto futuro. Claro está que en esta labor hay diversos espacios y distintos deberes. Y también es claro que son diferentes las fuerzas que cada quien debe aportar, según su condición, para aliviar la suerte de los compatriotas que recibieron el golpe de la naturaleza y enfrentar sus efectos sobre otros mexicanos.
Ha hecho falta —y probablemente persistirá esta ausencia— el pleno liderazgo de quien debe conducirnos para enfrentar con talento y vigor el infortunio que nos deparó el huracán y promover la concurrencia de millones de mexicanos en favor de las víctimas. Lo que vimos al cabo de las primeras horas fue desolador: el Presidente de la República, a bordo de un vehículo atrapado por el lodo, con la vista perdida en la impotencia y la desolación. Este desplome, del que han dado testimonio los medios de comunicación, revela el carácter y los recursos de quien debiera disponer con holgura de aquél y de éstos para asumir la enérgica conducción del país en una hora particularmente difícil.
Aquel paso fallido no tiene remedio y quedará grabado en la memoria de los mexicanos. Pero este no es el momento de revisar las culpas y las flaquezas, sino el de evitar que nuevas culpas y flaquezas estorben el trabajo nacional para superar la desgracia y reemprender la vida. Los servidores del Estado y los ciudadanos comunes debemos formar un solo frente y aportar cuanto podamos para despejar el porvenir. Para ello es indispensable contar con instrumentos que no hemos tenido en el pasado reciente: información confiable, probidad imbatible, generosidad inagotable, supervisión rigurosa, rendición de cuentas, asunción de responsabilidades.
La amplísima provisión de recursos y voluntades deberá contar con el ánimo de todos los mexicanos, dispuestos a reunirse y unirse bajo un designio noble y común. Será necesario que no haya más invectivas que nos estorben desde la más alta tribuna de la nación. Igualmente necesitamos abrir un paréntesis de confianza entre los sectores de la sociedad —política y civil— que concilie diferencias. Y también será preciso disponer de medios de verificación estricta y veraz que aseguren el honrado empleo de los recursos que destinemos a esta misión.
Tirios y troyanos deben (debemos) entender que en esta etapa crítica la vida nos pone a prueba, imperiosa: no hay de otra; es hora de jalar parejo.