Los vientos que hoy circulan nos hacen recordar antiguas corrientes. En 1968 cundió el alzamiento contra una cultura arcaica y opresiva que se negaba a morir. Había que arrebatarle la vida y asistir a otro parto de la historia: una nueva libertad, impuesta por la juventud. Se multiplicaron los campos de batalla. Hace dos años recordamos en México esa contienda y sus graves explosiones, sus avances y sus frustraciones. En todo caso, marcó la línea divisoria entre el pasado que comenzaba a ceder y el futuro que comenzaba a nacer. Hoy emerge otra revolución. Las mujeres —y multitud de aliados varones— impugnan con vehemencia, ira, fiereza, la cultura de la opresión que las confinó. Se ejerció este confinamiento con persuasiva cortesía —la confinación poética, digamos—, con asignación de roles y cultivo de estereotipos —la confinación cultural— o con rudeza brutal —la confinación violenta, que ha cobrado infinidad de víctimas. En el fondo, simple dominación, exclusión, maltrato, subordinación. Todo eso puebla los clamores y los reproches, el rechazo y la justicia por propia mano que han salido a nuestras calles y dominado nuestras deliberaciones. Las manifestantes vencen temores y alientan esperanzas. Denuncian la condición de víctimas que presidió el naufragio de millones de seres humanos. Y en el torbellino de las reivindicaciones, también victiman. Es que —para decirlo con una frase bien sabida— “la revolución es la revolución”.
¿De qué se trata, pues? Se trata, es obvio, de un movimiento profundo, histórico, incontenible por los derechos de las mujeres, infinita población que dejó de ser invisible y se propone ser poderosa. “Empoderarse” bien y pronto. Se trata de derechos humanos —obviamente—, y bajo esa bandera se abre paso la revolución en este momento de la historia. Sigue el curso de otras rebeliones, pero posee un plus que le confiere alcance descomunal: el contingente que emerge de la oscuridad, a voz en cuello y con las armas en la mano, es la mitad de la humanidad. Nada menos.
Muchas mujeres precursoras iniciaron el camino hacia una nueva era de derechos políticos, familiares, educativos, laborales. Las declaraciones de derechos humanos de Nueva Inglaterra y de Francia se fraguaron en nombre de la humanidad. Pero no abarcaron —ni en los hechos ni en los derechos— a las mujeres, como tampoco a los habitantes de países dominados y a individuos con otro color de piel. Esos derechos no eran tan universales. Sería necesario derribar muchos muros para franquear el paso de los excluidos.
En el escenario internacional, las mujeres consiguieron tratados internacionales contra la discriminación y la violencia, convenios que cuentan con el mayor número de Estados suscriptores, aunque no necesariamente cumplidores. En el escenario mexicano, el Constituyente de 1917 olvidó los derechos de las mujeres, y éstas debieron aguardar con infinita paciencia las reformas, arietes de buena voluntad —rara vez de estricta observancia— que les permitieran andar en el mismo piso en que circulan los varones.
Estamos ante una revolución, no sólo frente a estallidos que se vuelquen contra personas e instituciones que defraudaron a las mujeres. Esa revolución puede fijar otra frontera entre el pretérito y el porvenir. En el proceso habrá altas y bajas y viviremos de nuevo la experiencia de que “la revolución es la revolución”. Procuremos, sin embargo, armonizar la pasión con la razón —ardua empresa, apenas factible cuando se exaltan los ánimos y abundan los agravios— y abrir un cauce para que discurra la tumultuosa novedad y se instale, apacible, en la vida cotidiana. Ahí encontrará la sangre el lugar de su reposo, como dice el poema náhuatl.
No será fácil llegar a ese lugar donde la sangre se interne en la tierra y la fecunde para generar nuevos frutos. Habrá que hacer un enorme esfuerzo de cultura y justicia, política y solidaridad. El campo está lleno de cruces, entre las que figuran las de crímenes perpetrados en días recientes, mientras lanzamos al vuelo prolijos discursos sobre “equidad de género”. No obstante su insólita crueldad, aquéllos son apenas la reiteración flagrante de hechos que abundan en la “hoja de vida” —o mejor, “hoja de muerte”— de una justicia incompetente y de una sociedad indiferente. Vale leer los testimonios, las reflexiones, los apremios conmovedores que aparecen en la sección “Confabulario” de EL UNIVERSAL, del 1 de marzo de 2020.
En este difícil proceso, que nos alcanzó de pronto, desfila todo género de participantes. Unos asumen con diligencia las reformas indispensables, como lo hace la Universidad de la Nación. Otros pretenden oponerse al torrente, que se cerrará sobre ellos como las aguas del Mar Rojo. Hay arribistas que lucran bajo banderas que nunca fueron suyas. También acuden pescadores que sólo desahogan sus propios enconos. Y existen, por supuesto, quienes atribuyen esta revolución —que no comprenden ni supieron compartir y mucho menos encabezar, perdiendo así una oportunidad histórica— a los fantasmas que pueblan su imaginación: los espectros neoliberales y conservadores. ¡Vaya fantasía, esta última, tan ajena a la historia y a la realidad! En suma, hay de todo en la “bola que vino y nos alevantó”.
En México, hoy, estamos acostumbrados a la incertidumbre, única certeza que actualmente conocemos. No podemos predecir el desarrollo y las consecuencias de las convocatorias que se han lanzado para recoger la reclamación de las mujeres —legítima, necesaria reclamación— en los próximos días. Ojalá que la reivindicación de unos derechos no extravíe la vigencia de otros, y que de todos provenga un nuevo estatuto de libertad y solidaridad. Ojalá. Para lograrlo contamos con nosotros mismos, y con nadie más. Esta vez, la suerte de la navegación se halla en manos de los marineros. En ellos, que somos nosotros, confiamos. Por supuesto, no invito a la plegaria, sino a la reflexión y a la asunción de responsabilidad personal y colectiva. Mientras tanto, caminemos. Las mujeres han ganado la calle. Compartámosla.
Profesor emérito de la UNAM