La violencia cunde en México. Cada día arroja nuevos hechos criminales, a los que parece acostumbrarse la sociedad en una suerte de anestesia colectiva. Ahora bien, la violencia desenfrenada tiene también otras características. Por una parte, su extrema gravedad, que es un rasgo manifiesto de la delincuencia en México, aseguró José Vasconcelos en su Ulises Criollo; y por otra parte, la impunidad es fiel acompañante de la delincuencia y de la crueldad con la que se cometen los delitos, a ciencia y paciencia de la autoridad obligada a contener la ola criminal.
Pero esa autoridad se limita a decir que “vamos bien” y acompaña sus palabras con sonrisas y jactancia insoportables. En 2018 se nos ofreció la pacificación del país, paraíso prometido cuando el nuevo gobierno colmaba de promesas a la sociedad, que al cabo de algunos días nutrieron nuestra estadística del incumplimiento. Y en esas estamos, conscientes de los asesinatos, las masacres, las desapariciones forzadas, las inhumaciones clandestinas y la incompetencia con que se ha desplegado la fuerza del Estado en este renglón.
Ahora me refiero al Estado Mexicano como ocupante frecuente del banquillo de los acusados en la Corte Interamericana de Derechos Humanos por violaciones pendientes de juicio y reparación. Recordemos que las violaciones a derechos humanos traen consigo la responsabilidad del Estado mismo, no sólo de los individuos que las cometen, y no olvidemos que esa responsabilidad se declara a través de condenas emitidas por aquella Corte, a la que México ha reconocido competencia para resolver y condenar a través de verdaderas sentencias de obligatorio cumplimiento por el Estado, que no puede desatender los llamados de la justicia cuyo imperio aceptamos en ejercicio de nuestra soberanía.
Tenemos algunos pendientes en este sector crítico. Entre ellos figura el cumplimiento —que hasta hoy hemos eludido— de sentencias condenatorias dictadas en dos casos bien conocidos y ampliamente analizados: Tzompaxtle Tecpile y otros y García Rodríguez y otro. Se trata de violaciones “consagradas” en la legislación mexicana, desde el peldaño constitucional, que no hemos acertado a reparar de la única manera en que pudieran ser reparadas: reforma constitucional, lisa y llana, como la han aceptado otros Estados americanos en casos similares. Estas flagrantes transgresiones conciernen a lo que llamamos “arraigo” y a lo que denominamos “prisión preventiva oficiosa”, dos disparates recogidos en el texto constitucional.
Mientras dormimos el “sueño de los justos” para eludir el cumplimiento de las sentencias, otros asuntos llegan al Tribunal de San José y engrosan la estadística de las violaciones de derechos humanos que tarde o temprano habremos de enfrentar. El más cercano a nuestros días es el caso González Méndez vs México, que se relaciona con la desaparición de Antonio González Méndez el 18 de enero de 1999, miembro del pueblo indígena de Cho´l e integrante de las bases civiles del Ejército Zapatista (EZLN). Agreguemos el caso Ernestina Ascencio Rosario, mujer mayor indígena, acerca de la violación sexual de ésta en 2007, atribuida a miembros del Ejército. La presunta víctima falleció por falta de atención médica.
Probablemente nuestro gobierno no tropezará demasiado en la atención de estos últimos asuntos, considerando que podrá cargarlos a la relación de las violaciones cometidas hace muchos años, y que quienes tienen a su cargo esta responsabilidad actualmente “no son iguales” a quienes la tuvieron hace varios lustros.
En todo caso, lo que interesa es prevenir y corregir las violaciones a derechos humanos, cuyo número y cuya gravedad desbordantes son un dato cotidiano de nuestra inhóspita realidad.