En el alba del 2020 —incierto para el mundo y para México— conviene meditar sobre los jueces de la República. Son tema de nuestra agenda y preocupan a la nación. Pido al lector —si lo tengo— un minuto de compañía para relatar una anécdota que ilustra mi tema.

Federico II, rey de Prusia, pretendió adquirir las tierras de un modesto molinero. Éste no cedió. El poderoso monarca amenazó al molinero con despojarlo de su propiedad. Pero el confiado ciudadano enfrentó al emperador: “Afortunadamente hay jueces en Berlín”. Éstos lo ampararían frente al rey. Así fue. Vale para Prusia en el siglo XVIII, al que perteneció Federico, y debe valer para México en el XXI, cuando merodean otras pretensiones, que a veces ocultan su oscura naturaleza en un supuesto beneficio para la nación.

Quedó atrás la época en que los jueces cumplían los caprichos del señor absoluto en sentencias complacientes. Al surgir los parlamentos declinó el poder señorial y la ley prevaleció sobre el arbitrio. Se dio un paso adelante cuando los juzgadores —integrantes de lo que ahora llamamos el Poder Judicial— asumieron la custodia del Estado de Derecho.

Hoy todos los jueces son guardianes de la legalidad. Heredaron la misión de quienes supieron garantizar, hace más de dos siglos, los derechos del molinero frente al poder del gobernante. Espléndida herencia. Los jueces constituyen la frontera inexpugnable que detiene al poderoso y ampara al ciudadano. Contamos con ese círculo de defensa. Es preciso asegurarlo, en el presente y para el futuro. ¡Ay de nosotros si lo perdemos!

La Constitución y los tratados internacionales que obligan a México, exigen del juez ciertas condiciones. Debe ser independiente, imparcial y competente. La justicia naufragaría —y nosotros con ella— si quedara en manos de juzgadores sumisos, parciales e incompetentes. El resultado sería un inmenso fraude al pueblo, despojado de su mayor escudo contra el autoritarismo de quienes codician el poder o la riqueza. Una codicia que opera a la luz del día o en la penumbra, y con aspiración de perpetuidad.

Cuando el gobernante asedia a la justicia y pretende imponerse a despecho de la ley y la razón, los juzgadores deben librar una ardua batalla. No es fácil ganarla, pero tampoco es imposible. En todo caso, es indispensable. Eso es lo que se espera, se requiere y se demanda de los jueces de la República. México ha tenido y tiene —dijo Justo Sierra— hambre y sed de justicia. No hemos podido saciarlas. Para que se pueda, necesitamos jueces ejemplares por su talento, su probidad y su valentía.

En horas del pasado y del presente han menudeado las arremetidas contra los juzgadores. Algunas son justas. Otras, demagógicas. Y no pocas provienen de un autoritarismo que aguarda el momento de sustituir la ley por la voluntad del gobernante. El autoritarismo no reposa. Vela sus armas en todo tiempo y en todos los ámbitos. Ese mismo develo debe caracterizar a quienes han asumido la función más delicada de la República, siempre en peligro: preservar el Estado de Derecho y amparar los derechos de los ciudadanos.

En las filas de la magistratura hay personajes de muy diversa calidad. Los deshonestos e incompetentes deben ser excluidos; los dignos y valientes deben ser reconocidos y exaltados. Conozco a muchos juzgadores que merecen el mayor respeto. Son ejemplo de probidad e integridad. Hay que destacarlo en el debate, que arrecia, sobre los jueces de la República.

La independencia es prenda del buen juez y garantía del ciudadano. Lo proclama la Constitución. Bien, pero no basta. Se requiere que el juzgador mantenga íntegra su independencia, a salvo de la seducción. De la mujer del César se pedía que fuera honesta y lo pareciera. Lo mismo se exige del juzgador: que sea independiente y lo acredite en su desempeño cotidiano, sin vacilación ni fisura.

Ningún sistema de elección de jueces asegura, por sí mismo, esa independencia. La política campea en los procesos de elección, aquí y dondequiera. Entonces quedan a prueba la capacidad de resistir —como Ulises, solicitado por las sirenas— y la fidelidad al juramento que hace el juez cuando recibe su investidura. Fidelidad a la ley, y a nadie más. A nadie, aunque se halle en entredicho la gratitud hacia quien hizo el nombramiento.

Concluyo con otra anécdota, que guarda parentesco con la del molinero. En Francia corresponde al presidente de la República designar a quien preside el más alto tribunal: el Consejo Constitucional. En 1986 un ilustre jurista, Robert Badinter, fue designado presidente de ese Consejo. Había sido ministro de justicia del presidente Francois Mitterrand, autor de la nueva designación.

Cuando se preguntó a Badinter si el hecho de haber servido a Mitterrand empañaría su nombramiento al frente del tribunal, repuso sin vacilar que el primer deber que cumpliría en su nuevo cargo sería el “deber de ingratitud”. Sí, ingratitud —si así se mira— hacia quien lo designó, pero gratitud y compromiso con la nación que aguarda justicia.

No sobra ponderar estos rasgos de la función judicial cuando soplan vientos de fronda sobre las velas de la justicia. Los mexicanos viajamos en la nave que despliega esas velas.

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