Hace unos días vimos en la televisión una escena conmovedora que me trajo amables recuerdos. Vino a mi memoria el trenecito de Chapultepec, que emprendía su recorrido jubiloso. Llamaba la campana y el convoy iniciaba la marcha. ¡Qué tiempos aquellos!
Pero esos días no se hallan lejos. Los recreamos con la magia del poder, la imaginación y el tesoro público, que es inagotable. Para eso son las reservas acumuladas en previsión de daños catastróficos. Contemplamos, pues, el inicio de un tramo del Tren Maya, que hendirá la selva. Hubo banderitas festivas y buenos presagios. Paga la República.
Por un momento olvidamos la necesidad de permanecer en casa. Ignoramos las recomendaciones de la ciencia —no de la política— que previene sobre contagios y defunciones. Consumamos el jolgorio que necesitábamos, con valor mexicano. Sin embargo, la realidad nos jugó malas pasadas. En las horas del jolgorio, la naturaleza se soltó la melena. Cayó una tormenta en el sureste, tan sufrido. Muchos compatriotas no pudieron disfrutar la fiesta del Tren, porque debieron concentrar sus fuerzas —menores que las del Tesoro con el que se financian los dispendios— en reparar los daños.
Pero eso no fue todo. Nos aguardaba otra cosecha. No de la pandemia, cuyo futuro se halla en la tiniebla, sino de otros males profundos: el encono y la ira, la contienda y la violencia. Éstos no vienen de la naturaleza, sino de furias que llevamos dentro. Las hemos soliviantado. Nos empeñamos —aunque decir “nos” alude a mucha gente, y no se trata de tanta— en provocar discordias. ¡Vaya plan de vida! ¿O proyecto de gobierno?
Al cabo del jolgorio, enfrentamos otros efectos de las palabras incendiarias y el comportamiento rijoso con el que viaja nuestro tren, no sólo su ramal de la selva maya. De nuevo, el escenario de la ira. Hirvió el descontento y se ejerció, imparable, la violencia. Los poderes llamados a promover el entendimiento se enfrentaron en graves desencuentros.
Habría más a las pocas horas. Siempre hay más, aunque creamos que la imaginación no da para novedades. Se reiteró una proclama familiar: la sociedad está dividida, como consta en el mismo programa. De este lado, los adeptos; del otro, los adversarios. ¡Y a ver de a cómo nos toca! No es difícil saberlo, porque el poder está de este lado.
Y para colmo, en los primeros días de mayo descubrimos una conspiración ominosa. Quedó a la luz —entre sombras— un “complot” de ciudadanos confabulados para ejercer el derecho a la discrepancia y zanjar en las urnas las diferencias que caracterizan —dicen los expertos— el desempeño de eso que llamamos la democracia. ¡Vaya conspiradores! Por lo pronto, denunciémoslos con el dedo oficial y pongamos a la sociedad en pie de guerra.
Se ha dicho, con lucidez impecable, que llegó la hora de despojarse de sarapes y dar la cara. Lo hace, como ejemplo de integridad republicana, el orador nuestro de cada mañana: alecciona sobre el futuro, divide a la nación y exhibe la nómina de sus adversarios, uno a uno, con nombres y cargos. Se gobierna para unos, no para todos. Quede claro.
En medio de trenecitos en la selva, violencia constante y siembra de discordias, surge de nuevo la pregunta ingenua que formulan algunos compatriotas:
Presidente ¿habrá llegado la hora de aplicar la imaginación, los recursos y el ejemplo a reconstruir el tejido social desgarrado a base de invectivas, imputaciones ligeras y descalificación de quienes difieren de su proyecto de nación y su programa de gobierno?
Hago la pregunta a quien debe responderla. La sociedad entera, por supuesto, pero primero quien la encabeza, que ofreció la pacificación de las conciencias y ejerce en su tribuna el Poder Ejecutivo de la Unión. El artículo 80 de la Constitución Política deposita ese poder “en un solo individuo, que se denominará Presidente de los Estados Unidos Mexicanos”. Discúlpese la cita, tal vez innecesaria para quien tiene el timón de la nave. Pero no sobra recordar lo que aconseja la razón y ordena la Constitución. Por si acaso no se ha leído últimamente.
No faltará quien prefiera el ejercicio de la fuerza sobre el imperio del derecho. Si aquélla prevalece, seguiremos viajando en la ruta que comunica el jolgorio con la ira y arrojando leña al fuego. Al fin y al cabo, el tren no descarrilará para los partidarios; sólo para los adversarios, privados de la paz y sometidos a la ira. ¡Duro con ellos, que pretenden ejercer derechos a contraflujo de una transformación cuyo signo proviene de las alturas!
Profesor emérito de la UNAM