Estoy seguro de que aquí recojo la preocupación de muchos mexicanos. Nuestro presente es tormentoso y nuestro futuro es incierto. En la incertidumbre prevalecen los malos presagios.

Me dirijo a esos mexicanos, pero también —y sobre todo— al Presidente de México. Lo hago por el amor que puede tener —y estoy seguro que tiene— a nuestra patria. Y lo hago también por su calidad de jefe del Estado, responsable central de una etapa colmada de problemas.

Presidente: me dirijo a usted con la esperanza de que podrá cambiar el curso que llevamos en la víspera de la tormenta. Las nubes se acumulan. El descontento prolifera en muchos frentes: el suyo y los de un grueso sector de sus conciudadanos.

Hoy no me refiero a la pandemia que nos diezma. Aludo a otra tragedia que nos acosa. Aquélla concluirá algún día. Ésta comienza. Puede tener consecuencias de largo alcance, irreparables. Usted suele referirse al pasado: “antes” es una de sus palabras favoritas. Yo me refiero al presente y al futuro. Lo invito a internarse en estos tiempos de la historia.

Es verdad que usted llegó a su cargo al amparo de treinta millones de sufragios, pero una vez instalado en él responde ante más de ciento veinte millones de mexicanos, a los que se agregarán las generaciones futuras. Aquéllos fueron la mayoría necesaria para su investidura. Éstos son el universo para su desempeño. El voto de esa minoría le convirtió —para el presente y el futuro— en el ciudadano con más elevada y grave responsabilidad, no en el propietario de la nación. Usted responde por ésta: por toda, no por una de sus partes.

Me preocupa la discordia que se está sembrando y la cosecha que puede producir. Usted, que tiene predilección por las citas evangélicas, sabe cuál es el destino de una casa dividida. Comienza a ocurrir entre nosotros. Quienes tuvieron relaciones fraternas se están enfrentando. La historia prueba que estas divisiones engendran tragedias. Todavía podemos evitarlas.

Observe, Presidente, el tono al que ha llegado el debate, cada vez más encendido e incendiario. Las posiciones —la suya es una, ¿no es así?— se han enconado. Ahora no tomo partido, aunque usted nos ha convocado a tomarlo. Ni califico ni descalifico opiniones. Sólo hablo como mexicano. Con este título advierto la gravedad de las palabras con que cada opinante —convertido en gladiador— expone sus recelos, sus exigencias, sus filias y sus fobias, sus preferencias y sus reproches. Nos estamos convirtiendo en una nación de combatientes. Nos combatimos mutuamente y cerramos el espacio para el entendimiento. Estamos frente a frente, en posición de combate.

¿Qué puede hacer usted, Presidente —o mejor dicho: qué debe hacer usted, ciudadano de México, responsable del destino de millones de compatriotas—, para que amaine esta batalla? ¿Qué puede hacer usted para promover la conciliación de los mexicanos en torno a valores, programas y objetivos que nos unifiquen? ¿Qué puede hacer usted para poner término al discurso de animadversión —que comienza a ser discurso de odio— que crece en todos los frentes, el suyo y el de aquellos a los que llama sus “adversarios”? ¿Qué puede hacer usted para promover un avenimiento entre los conciudadanos que se combaten, antes de que sea demasiado tarde?

Si puede hacer algo y estoy seguro de que puede —y en todo caso, de que debe— le pido que lo haga pronto. El tiempo avanza de prisa. Se agota. Y la tormenta se acerca. Tal vez estoy equivocado, pero no soy el único que observa nubes negras en el cielo de México. ¿Usted no las mira? ¿Y no las teme, por México?

Por favor, Presidente: un gesto de concordia. Urge.



Profesor emérito de la UNAM

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