Esta columna es para las víctimas de estos narcotraficantes y sus familias, que han sufrido la impunidad y el dolor de la ausencia de justicia. Para quienes perdieron a un ser querido sin respuestas ni castigo. Que su memoria nos recuerde que la justicia no es un privilegio, sino un derecho.

El reciente traslado de 29 narcotraficantes, entre ellos Rafael Caro Quintero, a Estados Unidos es un hecho cargado de simbolismo. Para el gobierno estadounidense, representa un triunfo del Estado de derecho y un mensaje de fortaleza institucional. Para México, en cambio, es la confirmación de que nuestra justicia es endeble, nuestra seguridad frágil y nuestras instituciones aún permeables a la corrupción.

El caso de Rafael Caro Quintero es emblemático de cómo en México la justicia puede torcerse a favor de quienes tienen poder e influencia. En 1985, este narcotraficante fue responsable del secuestro, tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena, además de la muerte de dos turistas estadounidenses en Guadalajara. Fue detenido y sentenciado a 40 años de prisión, pero en 2013 salió libre sin culpa alguna gracias a una cuestionable resolución judicial que determinó que su delito era del fuero común y no del orden federal.

Esta decisión, que posteriormente fue revocada, permitió que Caro Quintero escapara y continuara operando dentro del crimen organizado. No fue sino hasta 2022 que las autoridades mexicanas lo recapturaron, y ahora, dos años después, su extradición a Estados Unidos simboliza un duro golpe a la soberanía mexicana. No porque su traslado sea un error, sino porque evidencia nuestra incapacidad para impartir justicia con firmeza y mantener en prisión a criminales de alto perfil.

El problema va más allá de Caro Quintero. Lo que el traslado de estos 29 narcotraficantes nos dicen es que en México la justicia es flexible para quienes tienen los recursos económicos y las conexiones políticas para burlarla. La corrupción en el sistema judicial, la ineficiencia de los procesos legales y la fragilidad de nuestras instituciones han permitido que criminales de este calibre encuentren resquicios legales para evadir la cárcel o, en el peor de los casos, seguir operando desde dentro de los penales.

Este fenómeno cuestiona que la seguridad no puede atenderse solamente desde el frente policial si no que debe de ir de la mano de un sistema de justicia que realmente funcione, si no es así, cualquier acto es en vano.

Si el Estado mexicano no puede contener y procesar a criminales de esta magnitud, ¿realmente tenemos un sistema de justicia funcional? ¿Puede un país considerarse soberano si no puede juzgar y retener a los delincuentes que atentan contra su seguridad interna?

El traslado de Caro Quintero estuvo lleno de simbolismos que en México brillan por su ausencia. En su primera audiencia en Estados Unidos, más de cien agentes del FBI y la DEA estuvieron presentes para rendir homenaje a Kiki Camarena, enviando un mensaje claro: atacar a un oficial de la ley en EU tiene consecuencias severas.

En contraste, en México, los ataques contra policías y fuerzas de seguridad suelen quedar impunes. No hay un reconocimiento sistemático de la labor de los uniformados, ni un esfuerzo real por dignificar su papel. El trabajo de Omar García Harfuch ha buscado cambiar esta narrativa, pero el rezago sigue siendo enorme.

Para combatir la delincuencia organizada, México necesita urgentemente fortalecer sus cuerpos de seguridad en todos los niveles (municipales, estatales y federales). No basta con aumentar salarios o mejorar equipamiento; es necesario cambiar la percepción pública sobre las fuerzas del orden y erradicar la corrupción dentro de sus filas.

En Estados Unidos, un crimen contra un oficial de la ley es tratado con la máxima severidad. En México, en cambio, los propios policías suelen ser vistos como parte del problema. Mientras no logremos dignificar su labor y garantizar que sean un pilar confiable del Estado, difícilmente podremos aspirar a combatir el crimen con eficacia.

El traslado de estos narcotraficantes a EU es un recordatorio incómodo de que México aún depende de otros países para impartir justicia en casos de alto perfil. No podemos seguir entregando estos “trofeos” como única manera de demostrar cooperación internacional.

Si queremos hablar de soberanía con seriedad, necesitamos empezar por fortalecer nuestras propias instituciones. El Estado de derecho no puede ser una aspiración lejana, sino una prioridad absoluta. La dignificación y profesionalización de nuestras fuerzas de seguridad, junto con una reforma profunda del sistema judicial, son pasos urgentes e ineludibles.

México debe aspirar a ser un país que no necesite enviar a sus criminales a otras naciones para que enfrenten la justicia. Solo entonces podremos hablar de una soberanía auténtica y de un Estado de derecho que no sea solo una ilusión.

Presidenta de Reinserta

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