Hace diez años, cuando trabajaba en la Policía Federal, me tocó entrevistar a una sicaria de uno de los cárteles más fuertes del país. Ella temía por la vida de sus hijas y me comentó que estaría dispuesta a hablar sobre dónde estaban todas las fosas que ella había mandado a hacer, ella calculaba que no habían menos de 300 cuerpos.

Después de entrevistarla, fui con un alto mando que podía tomar en ese momento decisiones y le transmití lo que ella pedía, la protección de sus niñas menores de edad, a cambio de compartir información de la ubicación de las fosas con cientos de cuerpos. La contestación me dejó helada, me dijo que “no podían hacer ese tipo de investigación dado a que no les convenía saber dónde estaban todas esas fosas clandestinas porque no había la infraestructura y el presupuesto suficiente para desmantelar todas esas fosas”. Esta respuesta me rompió el corazón. Cuando un alto mando policial rechaza la oportunidad de localizar cientos de cuerpos argumentando "falta de infraestructura y presupuesto", se evidencia una terrible ecuación: en México, la justicia tiene precio, y aparentemente, encontrar a los desaparecidos cuesta demasiado.

¿Será que el Estado sopesa el costo político y económico de la verdad frente a la conveniencia del silencio? Mientras tanto, miles de familiares recorren el país armados con palas y picos, convirtiéndose en arqueólogos improvisados de su propio dolor. La imagen de madres y esposas excavando la tierra en busca de restos es una acusación permanente contra un sistema que ha delegado a las víctimas la responsabilidad que le corresponde al Estado.

Los grupos criminales han mejorado sus métodos para desaparecer personas. Ya no usan técnicas básicas como antes, ahora tienen procedimientos mucho más avanzados. Han aprendido a borrar completamente cualquier rastro de sus víctimas, y se aprovechan de que las fiscalías trabajan con tecnología anticuada y procesos lentos. Mientras los delincuentes evolucionan rápidamente en sus tácticas, las instituciones no logran actualizarse al mismo ritmo.

Uno de los aspectos más complejos de esta crisis es el círculo vicioso donde las víctimas se transforman en victimarios. Las cárceles mexicanas están llenas de personas que fueron reclutadas siendo menores, que fueron desensibilizadas mediante la violencia y el consumo de drogas, y que ahora son juzgadas sin considerar su historia de victimización.

El caso de las mujeres víctimas de trata, que terminan siendo acusadas de trata, o de jóvenes reclutados a temprana edad que años después son procesados como adultos, plantea interrogantes fundamentales sobre la justicia en contextos de violencia estructural. La línea entre víctima y victimario se desdibuja en un sistema que no reconoce matices.

La legislación actual presenta graves vacíos, aunque la ley contra la trata de personas se vincula directamente con la problemática de los desaparecidos en México. Esta dice que se castiga con 5 a 15 años de prisión a quien capture o transporte personas para explotarlas. Cuando hay menores involucrados, las penas aumentan hasta 40 años de cárcel. Sin embargo, el reclutamiento forzado solo se reconoce legalmente cuando se atrapa a adultos cometiendo delitos con menores, dejando un vacío en la ley. Este marco legal, aunque busca sancionar tanto a quienes participan en la captura como en la recepción de personas para su explotación, no responde adecuadamente a preguntas cruciales: ¿Qué sucede con quienes son obligados a ingresar a las filas criminales mediante coacción o amenazas? ¿Cómo proteger a quienes han sido entrenados sistemáticamente para matar?

La organización Reinserta ha destacado la urgencia de crear marcos legislativos que reconozcan esta "corresponsabilidad" en el delito y que establezcan vías de justicia restaurativa para quienes fueron primero víctimas antes de convertirse en perpetradores.

Nuestra presidenta, Claudia Sheinbaum, mencionó que en su gobierno no se tolerará la construcción de “verdades a medias” y está proponiendo fortalecer el Centro Nacional de Identificación Humana y mejorar la coordinación entre la Comisión Nacional de Búsqueda y las fiscalías estatales; manteniendo un diálogo con colectivos de búsqueda, para continuar las investigaciones de fosas clandestinas y modernizar la tecnología para identificación de restos humanos.

La verdadera interrogante, me parece es más profunda: ¿existe realmente voluntad política para encontrar a los desaparecidos? Encontrar esas fosas implicaría enfrentar una "crisis política mucho más grande" que obligaría a reconocer la magnitud real de la violencia en México como lo hemos vivido en las últimas semanas tras los hallazgos de las fosas en Jalisco y Tamaulipas.

La deuda con los desaparecidos no es solo presupuestaria o forense; un Estado que decide no buscar a sus muertos por razones económicas o políticas ha renunciado a uno de sus compromisos fundamentales con sus ciudadanos: garantizar que, incluso en la muerte, no serán abandonados al olvido.

Presidenta de Reinserta. @saskianino

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