Las calles de Los Ángeles arden, pero no de violencia. Arden de hartazgo. De generaciones enteras que han visto sufrir a sus padres, que han crecido con el miedo constante a que toquen la puerta, que han normalizado vivir en las sombras. Y que ya no están dispuestas a seguir callando.

Quienes marchan en Los Ángeles no son los “invasores” de los que habla Donald Trump. Son ciudadanos estadounidenses de segunda, tercera y cuarta generación. Son dreamers que llegaron de niños. Son jóvenes que han visto a sus abuelos trabajar dobles turnos durante décadas sin poder visitar a sus familias en sus países de origen. Son hijos que han traducido documentos legales desde los ocho años porque sus padres no hablan inglés. Son familias que han vivido décadas con el terror de ser separadas.

Cuando Trump habla de “criminales” e “ilegales”, estos jóvenes saben de quién está hablando: de sus madres que limpian oficinas a las tres de la madrugada, de sus padres que construyen las casas donde viven los mismos políticos que los desprecian, de sus hermanos menores que van a escuelas públicas con la constante amenaza de que ICE aparezca en una ceremonia de graduación.

La criminalización de la migración ha sido la carta favorita de Trump desde su primera campaña. Pero lo que no calculó es que toda esa retórica de odio ha creado una generación de activistas que ya no tiene miedo. Que creció bilingüe, bicultural, y que conoce sus derechos. Que sabe que cuando separas familias, cuando detienes padres en las escuelas, cuando conviertes las cortes en trampas, no estás protegiendo la seguridad nacional. Estás atacando a comunidades enteras.

Las cifras del sufrimiento son contundentes: desde 2017, más de 5,400 niños han sido separados de sus familias en la frontera. Muchos aún no han sido reunificados. En 2023, se registraron más de 2.4 millones de detenciones en la frontera sur, muchas personas huían de la violencia y buscaban asilo. Pero detrás de cada número hay una historia de familia rota, de sueños interrumpidos, de niños que crecen sin sus padres.

Los medios tradicionales han intentado retratar las protestas como “disturbios violentos”, pero quienes están en las calles saben la verdad: están defendiendo a sus familias. Están gritando por los padres y madres que fueron deportados sin poder decir adiós, por las primas que viven con miedo constante, por los abuelos que murieron sin poder regresar a ver su tierra natal.

Esta generación de manifestantes ha visto de primera mano lo que significa vivir criminalizado por existir. Han crecido sabiendo que su apellido puede ser motivo de sospecha, que su acento puede cerrarles puertas, que su historia familiar es vista como una amenaza. Y han decidido que ya es suficiente.

Trump puede seguir hablando de “invasiones” y “liberación”, pero lo que está enfrentando es algo mucho más poderoso: la resistencia de quienes ya no están dispuestos a esconder su historia, su cultura, su familia. Porque cuando criminalizas a una comunidad entera durante años, esa comunidad eventualmente responde. Y lo hace con la fuerza de quienes ya no tienen nada que perder y todo que defender.

Las pancartas en Los Ángeles no mienten: “Mi padre no es ilegal”, “Nadie es ilegal en tierra robada”. Son gritos de amor filial convertidos en actos de resistencia política. Es una generación que le dice al mundo: somos estadounidenses, pero no vamos a permitir que humillen a nuestros padres. Somos parte de este país, pero no a costa de negar de dónde venimos.

Esta es la verdadera crisis que enfrenta la política antiinmigrante de Trump: no solo está atacando a los migrantes, está atacando a familias estadounidenses. Y esas familias, al final, siempre responden.

Presidenta de Reinserta

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