Platiqué con Jacobo, esta es su historia: “Nací en una familia humilde, como casi todas en Tonalá, Jalisco. Mi papá hacía piezas de acrílico; mi mamá cuidaba puertas. El dinero nunca alcanzó para nada. Mis padres trabajaban todo el día y yo prácticamente crecí solo: mis hermanos fueron quienes me cuidaron porque ellos sí estaban ahí. Tal vez por eso nunca sentí cariño de ellos; lo que yo conocí fue abandono disfrazado de rutina.

La violencia era la casa: golpes, gritos, castigos que no perdonaban. Aprendí a resolver todo a puños porque eso era lo que se enseñaba en mi casa. Me expulsaron de la escuela en primaria y con eso se me arrancaron las pocas opciones que podía tener. Mis padres se separaron y empecé a rebotar entre Tonalá y el Estado de México, entre una tía, una casa prestada y la calle. Fue ahí donde vi por primera vez la droga y los hombres que la vendían; eran adultos que olían a poder y dinero, y yo tenía hambre de ambas cosas.

A los doce años me ofrecieron dinero por hacer algo terrible y lo hice. Treinta mil pesos me compraron la sensación de que por fin pertenecía a algo más grande que mis carencias. Esa primera vez me dejó vacío y aterrado, pero también adicto a la pertenencia. Con dieciséis años ya era parte del Cártel Jalisco Nueva Generación: halcón, chofer, vendedor, torturador, sicario. Me entrenaron a obedecer, a apagar lo que sentía. Aprendí a desensibilizarme, a consumir cristal para matar el miedo antes de matar a otro. Vi cómo corrompen a policías, cómo se reparten plazas y vidas como si fueran mercancía. La violencia dejó de ser un hecho extraordinario y se volvió el idioma con el que nos comunicábamos.

Con el dinero compré cosas para que nadie pudiera decir que mi familia seguía sin nada: pagué el bautizo de mi hija, compré terrenos, ayudé a mi casa. Pero todo eso me costó la libertad, la paz y casi la vida. Me tendieron una trampa, me dieron por muerto y desperté esposado en un hospital, apenas un chico de diecisiete años con cadáveres a cuestas y miedo pegado al cuerpo. Hoy vivo con el pánico de que me busquen y me quiten lo único que me importa: mi hija.

Después de todo esto, entendí lo obvio en carne propia: el dinero fácil te vende una salida y te deja condenado. Si pudiera hablar a los chavos les diría con la voz rota: no entren, estudien, escuchen a sus papás, no se droguen. Ningún billete paga la vida ni quita el miedo de dormir sabiendo que alguien quiere verte muerto. Eso no se lo deseo a nadie”.

Este testimonio, pertenece a Jacobo, dentro del Estudio “Niñas, Niños y Adolescentes Reclutados por la Delincuencia Organizada”, realizado por la organización Reinserta.

La historia de Jacobo no es un caso aislado, es el reflejo de miles de niñas, niños y adolescentes que en México son reclutados cada año por el crimen organizado. ¿Cómo puede un niño de doce años tener acceso a un arma y a un precio por una vida? ¿Dónde estaba el Estado cuando la pobreza, la violencia y la ausencia familiar lo hicieron presa fácil de un cártel? Escuchar su historia es mirar de frente una realidad que preferimos negar: la infancia mexicana está siendo usada como herramienta de guerra. Tipificar el reclutamiento infantil no es sólo un tema jurídico o político, es una urgencia para el futuro de nuestro país. No podemos seguir permitiendo que el abandono se vuelva destino. ¿Cuántas infancias más vamos a perder antes de reaccionar?

Porque como siempre digo, una muerte o un encarcelamiento, es llegar demasiado tarde. De acuerdo con datos de Reinserta, 7 de cada 10 adolescentes en internamiento que fueron reclutados por el crimen organizado desempeñaron actividades de sicariato. Detrás de cada cifra hay un rostro, una historia como la de Jacobo, que comenzó siendo un niño con hambre, con miedo y con sueños. Esta semana, Reinserta publicó el libro ¿Cómo no ser un sicario?, desarrollado junto con Grey México, con el fin de hacer un llamado urgente a detener la normalización de esta realidad, a exigir la tipificación del reclutamiento infantil como delito autónomo, y a impulsar programas de prevención diseñados desde la realidad de cada estado.

Porque cada niña y niño reclutado representa un fracaso colectivo, pero cada acción de prevención es una posibilidad de reconstruir el tejido social que hemos dejado romper. ¿Cómo no ser un sicario? no es sólo un libro, es una invitación a mirar de frente lo que duele, a asumir la parte que nos corresponde y a transformar la conciencia en acción.

Son cientos de miles de niñas, niños y adolescentes que hoy viven esta realidad. Nuestra obligación —como sociedad, como Estado— es hacer todo lo posible para protegerlos. Que ni un solo niño más caiga en las manos de la delincuencia organizada.

Presidenta de Reinserta

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios