Escribí la semana pasada en este espacio de EL UNIVERSAL, sobre la decisión del Presidente de hablar mucho, para ser él quien pone los temas y la forma en que considera que se deben entender, además de ser quien decide qué se va a dejar fuera del discurso oficial.
Con esto el mandatario ha logrado dos cosas: una es que se hable nada más de lo que él quiere y se silencie todo lo demás, y otra es convencer a millones de personas de lo que él dice.
Por ejemplo, que la culpa de todo lo malo es de los gobiernos anteriores, de la corrupción y, últimamente, de la pandemia y que su gobierno no es responsable de nada, que sus decisiones siempre son las acertadas, los opositores no defienden nunca causas justas y están manejados por intereses oscuros, no hay corrupción ni nepotismo, hay austeridad, respeto a la ley y a las instituciones, así como separación de poderes. Ha logrado incluso convencer a muchos de que la economía está bien, de que la salud se atiende correctamente y de que la violencia ha disminuido, y eso aún si quienes lo creen están viviendo algo completamente diferente.
La pregunta entonces es ¿Por qué esa narrativa ha logrado triunfar? Encuentro dos razones: la primera, porque se emite desde el lugar más privilegiado del poder, en una cultura en la cual se escucha a ese poder, y porque además tiene a su favor que es la única que le llega a toda la sociedad. Y la segunda, porque se sustenta en una retórica de la sinceridad.
En un libro publicado por la Universidad de Stanford hace algunos años, dicen los estudiosos que la sinceridad es una puesta en escena de lo que se supone más auténtico y enclavado en la verdad. Y ella se expresa no solo en la palabra sino también en el cuerpo.
Y en efecto, la actitud paternalista, el rostro amable y sonriente, el hablar lento y como si dijera todo lo que piensa y siente, la ropa que viste, todo en AMLO emite los signos con los cuales consigue esa apariencia de sinceridad.
Pero, y esto es fundamental, para que la dicha sinceridad funcione, no es solamente porque se dirige a los demás, sino porque él mismo lo cree. Si él no estuviera convencido de que es sincero, no podría convencer a otros.
Y es evidente que el Presidente está convencido de que el futuro que imagina es posible y de que para construirlo tiene que luchar contra las fuerzas que se oponen a ese proyecto, y sobre todo, está convencido de que sus decisiones y acciones se justifican por la pureza de sus motivos, lo que que hace que la sinceridad trascienda lo puramente político para volverse emocional.
Pero como todo en la vida, su sinceridad no funciona para todos, pues los códigos discursivos y corporales son culturalmente específicos. Sin embargo, él no puede aceptar que así sea, porque para quien está convencido de su sinceridad, es imposible entender que otros no se la crean.Y entonces los descalifica, acusa, amenaza. Los ejemplos más conocidos son con los periodistas y medios de comunicación y con los gobernadores de oposición, el más reciente con la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Lo que resulta innegable es que mientras la sinceridad ya no se valora en el mundo de hoy, ya no es algo que le preocupe a nadie, para el Presidente sí sigue siendo una apuesta, y ha conseguido que muchos se sigan impresionando con ella, más que con la inteligencia, el saber y muchas veces hasta la lógica.
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