Cuando me llegan críticos a la reforma judicial, recuerdo sentencias como ésta, absolutamente errática en lo jurídico y en lo económico. La decisión del Cuarto Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito anuló el registro marcario 910 727 “EL JIMADOR (Y DISEÑO)” y declaró que el vocablo “jimador” pertenece al dominio público, con el argumento de evitar su “apropiación cultural indebida”. Sin embargo, una lectura detenida revela contradicciones que comprometen la seguridad jurídica y erosionan la previsibilidad económica del sector tequilero.

La sentencia incurre en lo que la doctrina denomina incongruencia externa. Paradójicamente, el interés jurídico de la sociedad actora se sustentaba en su intento frustrado de registrar la marca “EL JIMADOR DEL VALLE”; pero el Tribunal, tras anular el registro de Brown-Forman, declaró “irregistrable” el término para cualquiera, incluido el propio quejoso. El resultado práctico es que la demandante permanece exactamente en la misma posición de imposibilidad registral que motivó su demanda. Si la finalidad del amparo es reparar la lesión, el pronunciamiento es autocontradictorio: usa el propósito de obtener la marca para justificar la acción y, luego, niega toda posibilidad de registro bajo el pretexto de un interés cultural colectivo que nunca se acreditó de forma robusta.

Conviene subrayar que la parte quejosa no es una cooperativa comunitaria ni una asociación civil sin fines de lucro, sino una sociedad anónima de capital variable, es decir, una persona moral que persigue utilidades. En el caso concreto, su actuación no tuvo como eje la salvaguarda del patrimonio cultural de los jimadores, sino una estrategia típica de mercado: remover el registro “EL JIMADOR” para apoderarse de la reputación labrada durante más de tres décadas por su actual titular y transferir ese prestigio a su pretendida marca “EL JIMADOR DEL VALLE”.

Dicho en términos llanos, la demandante no jugaba a la benefactora cultural; jugaba a la oportunista: buscaba el amparo no para liberar un bien colectivo, sino para substituirse en la exclusividad marcaria y cosechar la plusvalía comercial construida por terceros. Al darle entrada sin una verificación rigurosa de esa motivación, el Tribunal no solo premió un litigio de conveniencia, sino que abonó a que futuros competidores empleen la bandera cultural como ariete para sus propios intereses. De esta manera, el fallo termina erosionando la buena fe registral y atomizando el valor de las marcas legítimamente posicionadas.

La revocación de un registro marcario —inscrito con todos los requisitos y renovado oportunamente — quiebra expectativas legítimas forjadas en la inversión de capital, en la generación de empleo y en contratos de distribución internacionales. Lejos de fomentar competencia leal, tal incertidumbre incentiva litigios estratégicos y encarece las decisiones empresariales, pues ya no basta cumplir la norma: es preciso anticipar valoraciones culturales cambiantes y, a veces, contradictorias.

El fallo del Cuarto Tribunal Colegiado pretende erigirse en pionero de la defensa del patrimonio cultural inmaterial. No obstante, al pasar por alto requisitos de legitimación, principios de congruencia, pruebas sólidas y efectos económicos, produce el efecto contrario: inseguridad jurídica y desincentivo a la inversión.

En rigor, el fallo transmuta el interés jurídico exclusivo en una ventaja colectiva difusa. El resultado es un triunfo meramente simbólico: la sentencia “concede” pero la quejosa no puede registrar; gana el proceso, pierde la utilidad. Tal incongruencia revela un remedio inútil que erosiona la lógica reparadora del juicio de amparo y confirma que la ejecutoria, más que corregir una violación, crea un nuevo callejón sin salida para el titular del interés procesal.

Titular del IMPI. @SNietoCastillo

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