Mientras las Rarámuris hicieron sus bailes rituales durante casi dos días ante los féretros de los Jesuitas Joaquín y Javier, quedó claro que las mujeres de la sierra viajaron horas para tocarse la cabeza con flores multicolores y ejecutar la Nutema, rito interreligioso de los Tarahumaras que significa la ayuda para llevar al cielo a las personas en su camino después de la vida terrenal.
Así, en tres tiempos a la vista de todos y en tres templos distintos en diferentes localidades, fue el último tránsito de los sacerdotes asesinados hace apenas nueve días, que volvieron inertes al lugar que escogieron en vida y al que regresaron sin haber querido irse nunca: a Cerocahui.
Jesús Carrillo nos ayuda a tener una imagen de cuerpo entero de uno de ellos, del Padre Javier Campos Morales , a quien le preguntaba en un encuentro ocasional, qué hacía en Cerocahui como Sacerdote Jesuita, entre los Rarámuris:
“Pues estoy con ellos…”, respondía el Sacerdote.
Y ante la repetición de la pregunta, por el posible planteamiento insuficiente de quien la hacía, el ahora famoso Padre Gallo subrayaba su respuesta con el complemento de una pregunta:
“Estoy con ellos, ¿no te parece suficiente?”
Y estar ahí significaba presenciar con ellos cómo nacen los suyos, cómo se mueren, sus penurias para alimentarse, educarse, sobrevivir y buscar la trascendencia sin pretender que renieguen o sepulten sus convicciones ancestrales y al mismo tiempo se incorporen a la creencia espiritual católica. Un sincretismo en el que trabajó durante décadas. Con la particularidad de que les hablaba en su idioma.
El Padre Javier Campos Morales era chilango. Nació en la Ciudad de México hace 79 años. Tempranamente, a los 16 años, ingresó a la Compañía de Jesús e inició la larga y concienzuda instrucción que cursan quienes postulan para ser ordenados sacerdotes como religiosos de la Compañía de Jesús, la Orden fundada por San Ignacio de Loyola en 1543 y oficializada por el Papa Paulo III en 1540.
Es difícil encontrar el motivo por el que alguna vez fue motejado como “Padre Gallo”, pero podría haber sido hace 40 años cuando un relato seriado se hizo famoso en la televisión mexicana en los años 1986 y 87.
Su título era el “Padre Gallo” estelarizada por el gran actor Ernesto Gómez Cruz y que mostraba estilizadamente para la televisión la vida pueblerina de un cura de gran sentido común cuya vida se regía por el precepto: “…el camino hay que hacerlo”.
Este Jesuita que eligió a la Sierra Tarahumara como el sitio en que debía buscar paz, se fue a propiciar la justicia y reconciliación a través de la integración con los miembros de la comunidad Tarahumara, cuyas características en toda el área que ocupan es la dispersión, pobreza, marginación, sujetos al desdén desde la visión centralista.
Su presencia en la Sierra de los Rarámuris data de hace 40 años. Señaladamente, entre 1996 y 2016 fue párroco de Cerocahui, de donde se retiró por un breve espacio.
En 2019 regresó a ese punto del municipio de Urique para ser Vicario de Pastoral indígena de la Diócesis de la Tarahumara.
Por su parte, el Padre Joaquín César Mora Salazar, compañero de misión y de infortunio, era motejado con una miniaturización cariñosa de su apellido. Lo conocían como “Padre Morita”, sin que el hipocorístico pretendiese ser peyorativo en sentido alguno.
El Jesuita Mora Salazar
era Regio. Entró a la orden de San Ignacio desde mediados de 1958, hasta que fue ungido con la orden sacerdotal el 1 de mayo de 1971.
Optó pronto por la Tarahumara, porque solo cinco años después de su ordenación fue destinado al estado grande Chihuahua , en relación directa con “los hombres de pies ligeros”, que eso significa el vocablo “Rarámuri”.
Durante el lustro precedente, fue enviado por la orden a la ciudad tamaulipeca de Tampico, donde no solo se recuerda su participación litúrgica en la parroquia Jesuita de la localidad, sino también su labor educativa en el Instituto Cultural de Tampico. Por supuesto que también les hablaba en su lengua a los Rarámuris.
Hombres bien instruidos los Jesuitas, como norma de la Orden.
Una vez que cursan los dos años del noviciado, los postulantes a ser Jesuitas deben cursar tres años de Teología y posteriormente dos de Filosofía.
Independientemente de ello, esta formación se ve complementada con instrucción humanística en historia, sociología y literatura, entre otras.
Sólida formación la impartida a los miembros de la Compañía de Jesús, ya que su fundador les dejó claros muchos preceptos, pero en cuanto a la educación les legó: “Alcanza la excelencia y compártela” y “Ser más para servir mejor”.
La aplastante inseguridad que vive el país, manifestada ahora en las personas de estos dos sacerdotes y del inocente guía Pedro Palma, me vienen a la cabeza por mi vinculación histórica y familiar con Chihuahua, que es la tierra de mis mayores aun cuando yo haya nacido en la Ciudad de México.
Me hace recordar a mi bisabuelo Enrique C. Creel, quien fue gobernador de Chihuahua desde 1904 hasta 1910. Había servido al país como Canciller y embajador en los Estados Unidos y como gobernador, precisamente en 1906, propició la expedición de una clara legislación dirigida a la integración y mejoramiento de los Tarahumaras de la sierra.
Me solidarizo con los Jesuitas que a partir de los hechos del templo de San Francisco Xavier en Cerocahui, afirman por diversos medios que lo que ocurre en la Sierra Tarahumara no se resuelve con el envío de soldados o policías, aunque sean mil.
Esa es obligación elemental del Estado Mexicano, que debe manifestarse por el uso institucional de la fuerza para preservar el orden público. En ninguna parte de nuestra Constitución están “los abrazos”.
Obviamente que la Compañía de Jesús en pleno se expresó críticamente a la política de seguridad de López Obrador, que encuentra cada vez mayor rechazo entre la población. El Presidente, instalado en la terquedad, intentó desacreditarlos con una de esas respuestas indignas y primarias que se repiten en sus conferencias mañaneras, tratando de vincularlos con la oligarquía nacional y sugiriendo que los religiosos ―e incluyó a los Jesuitas— “están muy apergollados por la oligarquía mexicana”. Vaya sinrazón.
Pero lo que sucede en la Sierra de Chihuahua, además del sacrificio irracional de las tres personas que cayeron, es el inveterado olvido social en el que se encuentra la etnia de los Rarámuris y sobre el cual trabajan hace décadas los miembros de la Compañía de Jesús a través de sus Parroquias, Internados, Escuelas, Talleres Culturales, Clínicas y Centros de Derechos Humanos.
Los Padres Gallo y Morita recibieron tres momentos litúrgicos y ceremoniales en su despedida terrenal.
Primero, el viernes en el Templo Jesuita del Sagrado Corazón de la Ciudad de Chihuahua.
Luego, al día siguiente en el templo de ellos en la Estación Creel, entrada a las barrancas del cobre de las cuales forma parte Urique, la más profunda del país. En buena medida se explica el significado del vocablo Urique: Lugar de barrancas.
Fue ahí donde comenzaron centralmente las danzas y ritos Rarámuris para conducirlos a su nueva estancia. Fue toda una Yumare (fiesta) que los Tarahumaras desplegaron en torno de los dos sencillos ataúdes con los que revistieron el camino final de los dos Jesuitas.
La estación final, entre invocaciones y danzas de mujeres repletas de colores y ramos de flores en la cabeza, se cumplió en su propio templo, en el sitio donde los alcanzaron las balas de Portillo Gil.
Ahí junto al altar, que quedó con algún orificio de las balas perturbadas del sicario, se colocaron los depósitos mortuorios de ambos sacerdotes, hasta antes de ser cubiertos por la tierra que los vio trabajar tantos años.
Ambos fueron sepultados el lunes 27 en el amplio atrio del Templo de San Francisco Xavier en Cerocahui, ante aplausos, gritos, danzas, rezos y lágrimas que vinieron a lamentar el vuelo terrenal de los Padres “Gallo” y “Morita”.
Descansen en paz.