No está dentro de nuestra cultura política reconocer errores. Dicen, los que dicen saber, que es un equívoco, que son armas que se le dan al adversario y que, además, muestran debilidad o en el mejor de los casos, ingenuidad.

Apartémonos de esa tradición. Las circunstancias lo ameritan.

Sería imperdonable reconocer errores si estos no se rectifican. Constituiría el preludio de una nueva derrota. Enmendarlos oportunamente, transforma el fracaso, en la posibilidad real de un triunfo en el futuro.

La avalancha autoritaria que hoy padecemos tiene que ver también con nosotros. Somos en parte responsables de lo sucedido, más allá de las razones que justifican la derrota en una “elección de estado” o en el vergonzoso sometimiento de la mayoría de los integrantes de las autoridades electorales a los intereses del partido gobernante.

Nuestra responsabilidad surge de un mal manejo de la transición democrática, del desgaste que arrastra Acción Nacional y de una campaña que no dio los resultados esperados.

No se trata de inmolarnos o flagelarnos, ni andar de penitentes. Hay que entender por qué llegamos al punto de perder la confianza de las mayorías.

Se trata de salir del laberinto en el que nos encontramos. Fuimos parte en la construcción de la transición democrática, las aportaciones al sistema de libertades son innegables. El proceso duró casi cinco décadas. Durante ese lapso, la oposición coexistió con el viejo régimen. Logró avances, pero también tuvo que hacer concesiones. Esa convivencia limitó el cambio político y también lo contaminó.

Los antiguos vicios del añejo sistema disminuyeron, pero no se eliminaron. Siguieron enraizados en las costumbres y conductas de la clase política. Las desviaciones y los excesos fueron más que evidentes. El proceso se atascó. La sociedad se hartó, provocó nuestro debilitamiento, pero a la vez, con conciencia de ello o no, sus votos pusieron en riesgo nuestra joven democracia.

Durante la transición no combatimos con eficacia los males del viejo sistema. Nuestros gobiernos administraron los problemas, crearon nuevas políticas, programas e instituciones democráticas. Pero no fue ni medianamente suficiente, para lo que se esperaba de nosotros. Con el paso del tiempo, la frustración se fue apoderando poco a poco de las mayorías y perdimos su confianza.

Nunca desenredamos el nudo que ata los intereses creados por el antiguo régimen. Los usufructuarios más poderosos, retaron constantemente al estado de derecho y no pocas veces acabaron venciéndolo.

La impunidad fue y sigue siendo, nuestro mexicanizado “mito de Sísifo”. Cada vez que se hace alarde de contar con una flamante estrategia, esta se desmorona como un puñado de arena, para tener que volver a empezar de nuevo. Así ha ocurrido. Nos pasó a nosotros, aún sigue sucediendo.

Al principio, pudimos atemperar la violencia, después se desató. Eso sí, jamás al punto donde hoy se encuentra: 200 mil homicidios violentos en seis años. Ese será el epitafio de quien dice que ya partió. Su saldo fue el de una auténtica guerra, por cierto, que siempre mendazmente criticó.

El otro caballo del apocalipsis, la corrupción, hermanastra de la impunidad, siguió y sigue siendo, el aceite que mueve al sistema —como le llama Gabriel Zaid—. Los “peces gordos, gordos”, raramente pisaron la cárcel. Este fue otro tropiezo mayúsculo que tuvimos.

Los males de la pobreza y la marginación no mejoraron substancialmente. La otra casi mitad de la población, la más vulnerable a la voracidad clientelar de los partidos, continuó desprotegida. Solo volteemos la vista al sur del país: en pleno siglo XXI, aún miramos en el campo arados, animales y yugos. La historia que quisimos cambiar quedó trunca: quienes tenían, acrecentaron sus arcas y los bolsillos de la pobreza siguen perpetuándose.

Los dos gobiernos de Acción Nacional, comparados con el que acaba de concluir, tuvieron mucho mejores resultados en prácticamente todas las políticas públicas.

Nunca osamos demoler la vida institucional, enfrentar la criminalidad con “abrazos y no balazos”, destruir el patrimonio de la nación, anular la administración de justicia, militarizar al país, desbastar nuestras relaciones internacionales, robarnos los votos con la complicidad de la autoridad electoral, debilitar el sistema de salud, el educativo, el de la ciencia, el del medio ambiente o el de la cultura.

Todo esto es objetivamente cierto, pero la mayoría de los mexicanos, de acuerdo con los resultados electorales, no lo piensa así o al menos no lo percibe de esa manera. Hasta a la clase media acompañó esta idea. Estos son los hechos, no otros.

Participamos en esta campaña, con nuestro partido debilitado. Acarreamos un desgaste desde hace muchos años. Empezó por las concesiones que convenimos para lograr la transición, por coaliciones electorales que deslavaron nuestra identidad y por errores que nunca rectificamos.

Optamos por preservar el “status quo” en el partido, en aras de evitar convulsiones internas que pusieran en riesgo su gobernabilidad. Esto favoreció a los intereses creados que maniatan al padrón de militantes, indispensable para el nombramiento de dirigencias y candidaturas. Es quizá este, el mayor problema que enfrentamos, junto con una necesaria redefinición de las causas que Acción Nacional debe defender.

Los dirigentes que arribaban con ánimos de cambio, la realidad tarde o temprano los sometía. Sus esfuerzos se concentraban “extramuros”. Paradójicamente, la transición democrática afuera fluía con la participación de nuestro partido, pero persistían en su interior los males endémicos no curados. Ha sido más fácil provocar el cambio del sistema político, que ordenar nuestra casa. No exagero.

Desde el año 2000, la votación de Acción Nacional en elecciones presidenciales ha decrecido de manera constante. Se han perdido al hilo tres elecciones —con la reciente—.

No profundizamos nuestra democracia interna. Cerramos las puertas a la sociedad, no hubo posibilidad de oxigenar la militancia, ni ser opción para los jóvenes. El promedio de edad de los panistas es de 59 años. Además, dejamos la plaza pública, para hacer política solo en los pasillos del partido.

En la campaña partimos de un presupuesto equivocado: sobrestimamos los resultados de la elección intermedia del 2021, particularmente los del Valle de México y de otros centros urbanos. A la par, subestimamos la derrota en 13 de 15 gubernaturas, más otras 5, entre el año 2022 y el 2023. Fue brutal la pérdida de territorio y de población gobernada.

Comenzamos exageradamente tarde los preparativos de la campaña presidencial. La negociación entre los partidos sobre las candidaturas y su siglado, drenó los esfuerzos de la coalición y agotó el tiempo para convenir una adecuada estrategia, coordinación, operación y administración de las campañas, especialmente de la presidencial. Se sumó a esta demora, el tiempo que consumieron los acuerdos logrados entre los partidos y los organismos de la sociedad civil.

Ese retraso impidió contar con una oportuna planificación. Nunca pensamos el enorme reto que supondría conciliar una campaña presidencial, con otras campañas federales y locales de los diversos partidos coaligados.

En la campaña intermedia del 2021, los partidos se centraron en el apoyo a sus candidaturas. Entre ellos no hubo punto de contradicción. Su fuerza política, resultante de la elección, se sumó en el Congreso para formar una exitosa coalición legislativa.

En la campaña presidencial, los partidos no cambiaron sus prioridades, primero iban sus candidaturas ganadoras y después todas las demás.

La campaña presidencial, empezó muy abajo en las encuestas. Los partidos y sus candidatos no quisieron tomar riesgos, apostaron a sus prioridades. Aunque los partidos apoyaron, el equívoco en la concepción y en el diseño de la campaña fue irreparable. La campaña nacional, de hecho, contó con cuatro mandos, con campañas distintas y no pocas veces con intereses encontrados.

Cada uno de los partidos tuvieron su propia estrategia de comunicación: lemas, “spots”, diseños y contenido. Los anuncios que se difundían no estaban alineados a una estrategia común. Al mismo tiempo, se podían observar espectaculares y “spots” con diseños y mensajes totalmente distintos.

Tampoco se aceptó plenamente, la idea de que los partidos iban a estar representados por una candidatura subrayadamente “no partidista” que, además, era apoyada por organizaciones civiles, con intereses muy diversos, en algunos casos antagónicos a los propios partidos. Esto confundió a la base política de la coalición y a su propia militancia, indispensable en la operación política electoral.

Otro grave error fue no haber forzado a la autoridad electoral para que se hiciera responsable de la inequidad de la campaña. Solamente en medidas cautelares, hubo más de 20 desacatos por parte del expresidente, todos ellos en grave perjuicio de nuestra candidata. También, era necesario haber generado un contexto de exigencia eficaz para que cesara la violencia política, se evitaran las pérdidas de vidas humanas y nuestros candidatos pudieran realizar sus campañas en las regiones controladas por el crimen organizado.

Morena no va a cambiar, nosotros estamos obligados a hacerlo. Lo cierto es que las elecciones del 2027 serán aún más inequitativas. Si no rectificamos a tiempo, los resultados serán mucho peores a los acontecidos.

En el diagnóstico está la receta, con ella, la cura.

Político y abogado

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