A José Antonio Guevara, de quien aprendí y tomé estas ideas.
Cuando las fuerzas armadas (FA) intervienen en labores de seguridad pública, se supone que están sometidas a los principios internacionales que rigen la actuación de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley y a la Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza. Lo anterior, como lo demuestra la evidencia empírica, no lo cumplen las FA, quienes actúan como si estuvieran en guerra. Pero ni siquiera, en su indebido actuar como soldados, se cumplen con las normas del Derecho de la Guerra o Derecho Internacional Humanitario (DIH). Como se ha evidenciado, con frecuencia comenten actos que, si se reconociera que existe un conflicto armado, constituirían, strictu sensu, crímenes de guerra, como ejecutar a personas ya sometidas o rendidas o que ya han depuesto las armas, y que por lo tanto no pueden considerarse “combatientes”. Con actos de esta naturaleza, se viola el “principio de humanidad” del DIH. Recuérdense los recientes casos de Nuevo Laredo.
Además, como también lo demuestra la evidencia empírica en diversos casos, como los certeros estudios que Catalina Pérez Correa y su equipo han hecho respecto de los índices de letalidad en los “enfrentamientos” en los que participan las FA, se violan los principios del DIH “de distinción”, “de proporcionalidad” y “de necesidad militar”. Si se reconociera la existencia de un conflicto armado no internacional o interno, entonces las FA no tendrían pretexto para cumplir, por lo menos, con el derecho que les es aplicable a los ejércitos que participan en una guerra. Tendrán que someterse al “imperio de la ley”, y no a la “ley del imperio”, que parece ser que es la que aplican en el modelo militarizado de la seguridad pública.
Lo anterior podría favorecer a la justicia, no solamente respecto de los perpetradores directos, sino también a mandos o superiores jerárquicos, si no toman medidas para evitar que se cometieran esos actos, o si los encubren o evitan sancionarlos.
El reconocimiento de la existencia de un conflicto armado en México provocaría una presión en quienes tienen la responsabilidad de promover el bien común, la seguridad y la paz públicas, para dar por concluido el conflicto, y se verían forzados a reconfigurar la política de militarización de la seguridad. Entre tanto, las cientos de miles de víctimas (directas o indirectas) de desapariciones, ejecuciones, tortura, desplazamiento interno forzado, etcétera, podrían recibir la protección del DIH, como el acceso a la ayuda humanitaria.
Si se aplicara el DIH, como consecuencia del reconocimiento de la existencia de un conflicto armado interno, las instituciones podrían intervenir de manera más directa, y no como sucede en la situación actual, en la que, dichas instituciones tienen que sortear obstáculos burocráticos para poder intervenir, o tienen que hacerlo a través de la Cruz Roja Mexicana, por ejemplo, en lugar de poder hacerlo de manera inmediata y directa. Las personas heridas por arma de fuego a raíz de un enfrentamiento, por ejemplo, en el contexto actual, para que sean atendidas en una institución de salud, se requiere que intervengan las fiscalías a través de agentes del ministerio público, con los retrasos que eso genera y con las consecuencias adversas que eso tiene ante una situación de verdadera urgencia.
Ante todo, resulta impostergable que México ratifique el Protocolo Adicional II de los Convenios de Ginebra, relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional. Ésta ha sido una exigencia desde, por lo menos, la década de los noventa, en el contexto de la represión militar a comunidades indígenas y rurales de Chiapas después del alzamiento del EZLN, que no fue atendida por el gobierno de Zedillo ni por los posteriores de Calderón y Peña Nieto, ni lo ha sido por el de AMLO.