La violencia, en todos los sentidos, es enemigo natural de la democracia. Enrarece y dificulta la libertad y transparencia con la que idealmente se desarrollaría la expresión más alta de este sistema político: la jornada electoral.
Lamentable e inaceptable es, también, el daño que estas violencias generan en lo particular, desde las afectaciones emocionales, patrimoniales o de vida a los actores de la contienda democrática.
Bajo ninguna circunstancia es admisible la normalización de la violencia. Desde ella se atenta contra la dignidad humana, la sana convivencia y la confianza en que mediante la participación electoral se mejore el ejercicio de la vida pública.
Hemos sabido de situaciones violentas en las que han estado involucrados aspirantes a políticos, profesionales de la política e incluso familiares de ellas y ellos. Todos los partidos políticos prácticamente han sido afectados de acuerdo a su peso en la aceptación social y al nivel de violencia registrado en cada entidad.
Se busca también sacar provecho político-electoral de esas violencias. Se agrega sentido a datos y se omiten algunos, según sea el interés de quien se expresa. La violencia inhibe o sacude para actuar. Las encuestas del INEGI dan cuenta de una serie de actividades que la población dejó de realizar por temor a ser víctima, en general, desde usar joyas hasta salir a la calle de noche o visitar a parientes.
En el plano político, no podemos aceptar a la violencia como inhibidora de la participación ciudadana. Fomentar e impulsar la percepción de que estamos ante las elecciones más violentas y, por ende, más peligrosas de la historia reciente, además de falaz, es censurable.
Este no es, ni por mucho, el proceso electoral más violento. Un informe de la consultora Etellekt revela un incremento de solo uno por ciento en las agresiones o hechos delictivos contra políticos entre el proceso de este año y el del 2018.
El dato indica una diferencia mínima en comparación con lo ocurrido hace tres años. Incluso, la consultora detalla un menor número de políticos, aspirantes y candidatos asesinados. En 2018 se perpetraron 152 crímenes, por 89 registrados en la contienda actual.
Debemos tener cero en muertes de personas dedicadas a la política.
La violencia electoral no está extendida por todo el país. Además de tener los mismos niveles y ser menor en letalidad en este proceso, seis entidades (Veracruz, Oaxaca, Puebla, Estado de México, Michoacán y Guerrero) concentran el 49% de los casos de agresiones o delitos, mientras que tres estados (Veracruz, Guanajuato y Guerrero) reúnen el 45% de los asesinatos.
La seguridad en los comicios, sostuvo el presidente Andrés Manuel López Obrador, está garantizada. Por lo pronto, la protección a candidatos y las mesas de seguridad a lo largo del país redujeron en mayo (9 casos) los homicidios contra políticos con relación a abril (15).
La Ciudad de México, gobernada por Claudia Sheinbaum, está entre las diez entidades que no presentan asesinatos de personas ligadas a la política, y representa el 3.4% nacional de las agresiones o delitos.
Mientras haya un acto que atente contra la vida y tranquilidad de las personas, en cualquier nivel, no podemos sentirnos tranquilos.
La democracia se construye con la participación colectiva y el respeto y tolerancia a todas las ideologías y permite asignar sentido a los datos, para bien de las ideologías o de alguna verdad positiva.