El señor Elías salió de su casa en Las Lomas y llegó a la sede del PAN.
Muy adusto él, en su traje azul perfecto, su camisa blanca abierta en su primer botón, sus mocasines cafés, subió las escaleras de mármol y se apersonó ante la secretaria de la entrada.
—Vengo a declinar de mi candidatura a la presidencia de la República –le anunció.
—¿Su nombre? –dijo la mujer, la punta de la pluma en un cuaderno.
—El señor Elías.
—¿Y a qué viene?
—A declinar, se lo acabo de decir.
—Ajá –dijo ella. Y se levantó del escritorio.
—Que suba al tercer piso –le dijo al volver.
En el tercer piso, ante un asistente trajeado, el señor Elías dijo:
—Vengo a declinar.
El asistente lo vio muy serio.
—¿De qué? –preguntó.
—De mi candidatura a la presidencia –se enojó el señor Sodi. –Lo que más me duele, es que yo quería participar en los debates.
—¿Qué debates? –se asombró el secretario.
—Le digo qué –dijo el señor Elías y se abrió el saco.
Sacó de una bolsa interior un USB, se lo alargó al asistente y dijo:
—Acá está mi proyecto de Nación. 3 mil quinientas hojas, con mapas y gráficas.
—El secretario negó con la cabeza:
—No puedo recibir nada –dijo.
—Cretino –dijo Elías y la voz se le nubló por el llanto. –Yo siempre supe que mis posibilidades para ganar la candidatura del Frente Opositor eran mínimas, sin embargo tengo muchas propuestas y quería participar en los debates televisados.
—No habrá debates –dijo el asistente. –Se eliminaron.
—¿Entonces qué esperan ustedes de los ciudadanos: que voten a ciegas? ¿O habrá mítines?
—Pues… —empezó el asistente. –No estoy seguro. Como que los mítines son de otra clase social. Creo que solo vamos a pedirles su voto.
—¿Nuestro voto a cambio de qué?
—No estoy seguro –repitió el asistente.
—Cretinos –repitió el señor Elías.
Entró al elevador y bajó al sótano, donde había aparcado su Honda azul marino. Y en el estacionamiento vio, bajando por la rampa en una motoneta de cuatro llantas, a una señora de huipil rosa y con casco.
Se le acercó indignado mientras ella se quitaba el casco.
—Quiero declinar y transferirte mis electores –le dijo.
—Ay qué buena onda –dijo ella. —¿Dónde los recojo?
El señor Elías sacó su celular y le enseñó la pantalla. Ahí estaban sus electores: sus dos hijos y su esposa, con el gato blanco en el regazo.
—Y te regalo mi proyecto de Nación, porque tú no tienes uno. Acá nadie tiene eso.
Le dio el USB. Y Xóchitl se agachó para meterlo en uno de sus tenis, ante la molestia del señor Elías. Mil horas de trabajo metido en el tenis de una señora.
—Lo que más me duele –dijo él, la voz nublada por el llanto—, es que yo quería debatir y salir en la tele. Ya me voy.
Se fue humillado, la cabeza baja, salió del estacionamiento al aire luminoso del medio día.
Iba en un camión, de pie y agarrado de pasamanos del techo, observando a la gente apretada a su alrededor y lamentando que jamás se enterarían lo que tenía pensado para ellos, cuando se acordó que había llegado al PAN en su automóvil Honda.
Así de abatido lo había puesto declinar.
Pulsó el botón del encendido del Honda. El Honda salió del estacionamiento al sol.
Un aeropuerto de lujo, eso les hubiera construido a esos pobres pobres del camión.
Pero había recién declinado y no saldría en la tele para contárselos.