Otra forma de pensar— me dice la bióloga.

—Otra forma de imaginar— me dice el guionista de cine.

—Necesitamos una nueva Historia de la Civilización— dice por el zoom David Wengrow, autor de El Despertar de Todo, su monumental recuento de las sociedades. —Necesitamos esa nueva Historia, si es que hemos de imaginar de otra forma nuestras sociedades futuras.

Nunca había oído en los círculos intelectuales hablar más seguido de la necesidad de lo nuevo.

—Para empezar, me parece a mí —me dice mi amiga economista, ella alta y delgada y de pelo rubio ondulado hasta medio cuello—, que necesitamos entender que la forma de pensar humanista que heredamos atrapa el origen de las cosas donde en realidad no empiezan.

Reconozco de inmediato lo que dice. El humanismo quiere atrapar el origen de las cosas que nos ocurren a los simios parlantes ahí donde ya se han desprendido de la naturaleza que nos circunda y de nuestro propio cuerpo de carne y hueso. Como si fuéramos el único animal sin cielo, hábitat o pulmones.

Mi amiga economista me habla entonces, a manera de un ejemplo del pensamiento que rige en nuestros tiempos y que es amargo y superficial, la idea de que los seres humanos somos todos egoístas.

—Imagina al padre de la economía liberal, Adam Smith —me pide mi amiga economista, y se tiende en el sofá, rubia como es, el codo en el cojín y el rostro aupado en su mano, y se pone a contarme la fábula de cómo el profesor Smith, sentado a su escritorio, ante una gran ventana, una tarde buscaba la idea central del tratado que lo volvería célebre.

Sucedió que mientras esperaba la idea, el profesor Smith vio por la gran ventana, en la amplia plaza a la que daba, a su madre, la señora Smith, una figurita distante vestida de vestido azul y con una cofia blanca, cruzar a la panadería, una canasta al brazo. Luego, la vio cruzar la plaza, una figurita azul entre las figuritas de otras amas de casa, y entrar a la carnicería. Por fin la vio entrar a la cervecería.

—Eureka— murmuró para sí el profesor al escritorio. Hundió la punta de la pluma de ganso en el tintero y escribió en la hoja blanca de papel de su cuaderno.

“No es por generosidad que el carnicero, el panadero y el cervecero contribuyen a que nuestra cena llegue cada noche a nuestra mesa. Es por el egoísmo de cada cual”.

Adam se animó. Esa imagen resumía su idea de cómo funcionaba la economía. Había encontrado el corazón de su tratado. Y sin embargo poco a poco se preocupó otra vez.

Lo que ahora le faltaba era explicar cómo la suma de los egoísmos puede derivar en un bienestar común. Debía existir esa otra cosa que armonizara los egoísmos —y que no fuera el gobierno de un monarca o de una república, porque el alegato del tratado era que la economía podía regularse por sí misma para el bienestar común sin esas autoridades externas.

Clac. El profesor escuchó dos pisos abajo la puerta de la cocina abrirse. Su madre, la señora Smith entró para depositar su pesada canasta en la mesa central. Y se puso a preparar la cena, con la carne, las verduras, el pan y la cerveza compradas a los egoístas tenderos a los que les había pagado con monedas de oro. Cortó, desmenuzó, vertió en ollas, metió al horno. La cocina y la casa entera se fueron llenando del aroma de la comida. Y por fin jaló el cordón que agitaba la campanita en el estudio de su hijo genio.

Adam tomó asiento a la mesa del espartano comedor y su madre empezó a rebanar la carne, luego el pan, sirvió en el plato una rebanada de roast beef y una cucharada de puré de papas, todo eso mientras él no lo veía porque pensaba en abstracciones superiores. En eso que combinaba los egoísmos para volverlos cena y luego bienestar común.

La mano de su madre le acercó una rebanada de pan tibió a los labios, él movió a la derecha el rostro rehuyendo la distracción, la mano invisible para él le buscó la boca otra vez y Adam por fin mordió el pan, y mientras lo masticaba fue que lo pensó:

—Eureka, es una mano invisible la que lo armoniza todo.

Continuará…