La decisión (dividida, hay que decirlo) del INE de darle validez a una elección llena de irregularidades y violaciones a la ley como lo fue la judicial, forma parte ya de la ominosa historia negra de los fraudes electorales en nuestro país. Nada más que no es 1988. Casi cuatro décadas después de esta gesta democrática se avalaron prácticas que fueron desterradas gracias a la lucha que desde entonces se emprendió para lograr elecciones libres. Y lo peor: este retroceso democrático se fraguó desde una corriente política que se llama de izquierda pero que no lo es. Lo que corre por sus venas es un profundo autoritarismo que lejos está de los principios que le dieron origen. Ya se han documentado plenamente los vicios de esa elección y que cinco consejeros del INE enumeraron profusamente durante la sesión del 15 de junio: boletas planchadas, casillas con más votos que electores, caligrafía igual, acarreo, participación de la estructura de los servidores de la nación, pero sobre todo el hecho de que los resultados coincidieran prácticamente con los acordeones que fueron utilizados masivamente por la mayoría de quienes sufragaron en esa elección que por cierto fue tan sólo uno de cada diez potenciales electores. Con su decisión, el INE avaló la flagrante violación a los principios constitucionales que está obligado a resguardar y que le dan legitimidad a cualquier elección. Esta situación llevó a que varias organizaciones de la sociedad civil exigieran la nulidad de este proceso bajo un argumento sustancial: el uso masivo de acordeones y los resultados de la jornada coincidentes casi en su totalidad con los nombres propuestos en los mismos -la mayoría por cierto por el poder ejecutivo- demuestran que se trató de una “operación de alineación institucional que vulneró el principio del voto libre, directo y secreto”.

Además de estas violaciones hay dos que conviene destacar. Una constituye una traición a la democracia y al principio de máxima publicidad. Los votos se contaron en lo oscurito. No se anularon las boletas en blanco y el conteo no se realizó en la casilla por lo que los resultados pudieron alterarse para adecuarlos a los intereses proclives al régimen. La otra es el reconocimiento explícito de la participación del gobierno y su partido en la elección a pesar de que esto estaba prohibido por las mismas reglas que ellos establecieron. La Presidenta lo dijo públicamente al señalar que no era de extrañar que los ganadores fueran en su mayoría simpatizantes de su movimiento, culpando al mismo tiempo a la oposición por no participar lo que hubiera sido ilícito. La gravedad de todo esto es la normalización desde la máxima tribuna del país de la ilegalidad, de la trampa, del fraude, de la realización de unos comicios amañados y de un resultado que significa en los hechos sepultar la independencia del poder judicial.

La regresión autoritaria está en marcha. La última arista es el control y la criminalización de quienes opinan distinto. Ya empezaron por ese camino. El hostigamiento a periodistas y medios independientes, la ley censura y los aspectos nocivos de la propuesta ley de telecomunicaciones confirman el tufo autoritario de quienes nos gobiernan. Urge detenerlos.

Política mexicana y feminista

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