Nadie puede ponerlo en duda, Desde el 2006, López Obrador nos ha dicho la verdad. “Al diablo con sus instituciones” no fue una simple frase retórica. La dijo desde lo más profundo de su pensamiento. No importó que esas instituciones fueran las que le permitieron llegar a la cima del poder. En la medida que ya no las necesita ahora las desecha. En su lógica, la “transformación” sólo es posible a partir de la destrucción de estas. Positivo sería si el objetivo fuera su mejora. Pero no. Se trata de regresar a los tiempos en que el poder se concentraba en una sola persona. No valen los contrapesos. No son necesarios. Además, cuestan. La democracia ya no se necesita. En su proyecto se requiere desmantelar todo aquello que se oponga, que resista. Y para ello había que fabricar una mayoría artificial en el Congreso. Intentó primero desaparecer a los órganos electorales. Cuando no pudo por la resistencia de la marea rosa, los colonizó. Los asaltó desde adentro utilizando sus caballos de troya que a cambio de prebendas han dado un duro golpe a nuestra Constitución. Lo segundo, los organismos autónomos, los contrapesos institucionales que permiten la competencia (ésa tan molesta para sus ahora grandes aliados), la transparencia tan importante para la rendición de cuentas, la regulación en materia energética porque su apuesta no es por las energías limpias pues vive anclado en las ideas del pasado. Pero sobre todo la Suprema Corte. La que ha osado contrariar sus reformas, la que se ha opuesto al desaseo de sus legisladores, la que ha cuestionado la visión regresiva y defendido nuestra Constitución y un enfoque en el que prevalezcan los derechos humanos.

Nadie en su sano juicio puede oponerse a la necesidad de promover cambios que garanticen el acceso a la justicia, sobre todo de los que menos tienen. Pero la reforma propuesta no toca para nada ahí donde están los nudos. Los ministerios públicos responsables de acusar a gente inocente, de integrar mal los expedientes cuando así conviene, de fabricar pruebas, de criminalizar a las mujeres, no forman parte de este intento reformador. Las y los policías que torturan, que realizan detenciones arbitrarias, o que forman parte de una red de extorsión, para nada son mencionados. La falta de apoyo a los defensores públicos que acumulan expedientes en sus escritorios sin posibilidades de garantizar una defensa adecuada ni siquiera es motivo de preocupación. Se centra todo en el ataque al poder judicial federal cuando ahí está la esperanza de quienes necesitan defenderse de abusos y el amparo es lo único que les queda. Todo esto, aunado a una visión punitiva y la militarización de prácticamente todas las esferas de la vida nacional, no augura nada bueno. Pero la esperanza es lo último que muere. Ahí están los trabajadores y los operadores del poder judicial defendiendo a la República. Ahí están los jóvenes universitarios tomando las calles para contener la degradación nacional. Ahí está la economía como un poderoso freno. Y ahí debe estar la voz y la acción de millones que creemos en un país democrático, de leyes e instituciones.

Política mexicana y feminista

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