Es brutal. Así se expresó el presidente de Chile, Gabriel Boric, con relación al hecho de que todos los días son asesinadas un promedio de once mujeres en nuestro país. Sin medias tintas. Entendiendo perfectamente que si bien es algo que nos corresponde enfrentar a los mexicanos, es asunto que indigna, independientemente de fronteras, a todo aquel o aquella que se precie de estar comprometido con la justicia y la paz. Contrastando con ello, el oficialismo regatea, invoca otros datos, y descalifica una legítima exigencia aduciendo que forma parte de una estrategia conservadora para atacar al gobierno. Esta falta de empatía frente al dolor que significa la ausencia de la hija, la hermana, la amiga, la madre, asesinada por su condición de género, es de una crueldad indescriptible. Esta negación e incapacidad de aceptar el hecho de que —en los últimos años— se ha incrementado la violencia hacia las mujeres es una actitud machista que propicia que se recrudezca. Este abandono de la perspectiva de género ha implicado que se cancelen programas y políticas públicas que formaban parte de una estrategia tendiente a fortalecer los espacios libres de violencia, el combate a todas sus formas, tanto en la casa como en la calle. Y lo que es peor, conduce al flagelo cotidiano, a la estigmatización… a la muerte.
Las cifras nos golpean en la cara. En lo que va del año 2,831 mujeres han muerto de forma violenta, 50 mil fueron agredidas físicamente, 2 mil fueron violadas, 497 fueron víctimas de trata y casi 289 mil hicieron llamadas de auxilio. Y la cifra negra, esa que no se cuenta, de miles de desaparecidas. Ante esto no vale el discurso políticamente correcto, que en el fondo suena hueco. Ni mucho menos el que descalifica y le quita al movimiento feminista todo su poder transformador y transgresor. Si exigen, si se manifiestan, si tienen otros datos, es que son manipuladas, son utilizadas por los adversarios del gobierno, como si las mujeres no fueran capaces de pensar por sí mismas, de ser libertarias, insurgentes que rompen cadenas sin que nadie las tutele ni las comande. No hay postura más machista que la que minimiza y, sobre todo, que no entiende que las estrategias de seguridad sin perspectiva de género no sirven. Que no aplican por igual, porque lo que se enfrenta es un patrón cultural que normaliza esta violencia, que la permite. Incluso, desde el mismo poder se promueve, porque lo que prevalece es un lenguaje cargado de simbolismos machistas e invisibilizadores: la esposa de, la hija de, la sobrina de…
Ya no hablemos de las políticas públicas que desaparecieron o fueron golpeadas en el presupuesto: ciudades seguras para las mujeres, cuartos rosas para combatir el hacinamiento que es factor de riesgo, refugios, centros de justicia, transferencias monetarias focalizadas que permitían romper dependencias y fortalecían la autonomía femenina, entre otros, que fueron producto de la lucha de muchos años, y de la participación de feministas en los espacios de decisión y gobierno. La situación es todavía más grave por la falta de respuesta a las consecuencias de la pandemia. El incremento de la violencia familiar por el confinamiento (de 210 mil delitos de este tipo se pasó a 253 mil) no ha sido de interés y, mucho menos, ha implicado estrategias novedosas para enfrentar las secuelas de dos años de encierro, muchas veces en condición de frustración y de pérdida. Corresponde, entonces, otra vez al movimiento feminista tocar la puerta, derribar muros, presentar las cartas credenciales y decir con fuerza: nos faltan ellas. Toca a los colectivos de mujeres levantar la voz con más fuerza y gritar hasta que oigan: ni una menos. Porque así como al INE no se le toca, a las mujeres menos.
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