Hace unos días se planteó una rara disyuntiva. Se da a escoger entre ley y justicia. Me quedo con la justicia dice el presidente asumiendo que muchas veces la ley carece de este principio fundamental. Esto es relativamente cierto. La justicia debe ser prioridad en toda sociedad democrática, es un valor supremo que cualquier gobernante tiene que tutelar. También lo es que muchas leyes no son justas. Lo mismo sucede al revés. La injusticia prevalece en muchos casos a pesar de la ley. Por eso el dilema es falso. En lugar de usar esto como pretexto, si se le considera injusta pues simplemente hay que cambiar la ley. El legislativo tiene todas las facultades para hacerlo. ¿Cuál es el parámetro para considerar una ley justa? Uno muy sencillo: que su sostén sean los derechos humanos.
Por eso resulta incomprensible que no se entienda la dimensión de la resolución reciente de la CIDH en la que sentencia al Estado mexicano a eliminar de sus preceptos constitucionales la figura del arraigo por ser violatorio de estos derechos y a “expulsar” la ominosa prisión preventiva oficiosa, tal y como lo propuso hace muy poco el ministro Luis María Aguilar.
Ejemplos hay muchos. Conocí casos de viva voz de mujeres que fueron arraigadas, en condiciones en las que tuvieron que “confesar” delitos no cometidos, torturándolas incluso amenazando a sus hijas e hijos. Ya no hablo del abuso de la prisión preventiva que en lugar de la excepción es la regla de todos los días, por lo que se llenan las cárceles violando con ello la presunción de inocencia que establece nuestra Constitución. Son leyes injustas que tienen que ser eliminadas en el marco de una sociedad que respeta los derechos humanos, el principio pro-persona, y que es resistente a ese veneno llamado miedo que explotan muy bien quienes promueven el populismo punitivo. Esta determinación es obligatoria para México y en un plazo de seis meses tiene que hacer los cambios legislativos. Pero mientras tanto el poder judicial está obligado a cumplirlas porque la Corte determinó que estas sentencias son obligatorias para esa jurisdicción. Por eso llena de esperanza cuando un juez —Eduardo Alberto Osorio— les dice a los fiscales que no está de acuerdo con su petición de prisión preventiva oficiosa porque la considera una medida inconstitucional, inconvencional… y que, aunque la prisión preventiva (la no oficiosa) es válida como medida cautelar debe ser proporcional, necesaria, excepcional…”, lo que no sucede porque el hacinamiento en un hecho en las prisiones mexicanas.
Pero más allá de todo esto ¿se puede considerar justo, aunque parezca legal, por ejemplo, que una de las partes involucradas en la tragedia del Rébsamen esté en la cárcel y la otra sólo tenga que pedir disculpas, teniendo al abogado de las víctimas como contralor? Lo que es peor. Hay casos donde la ilegalidad y la injusticia se acompañan por razones políticas. O ¿acaso no es profundamente injusto que haya campañas anticipadas por funcionarios con recursos públicos, apoyados todas las mañanas desde el púlpito presidencial? No, no es justo. Tampoco es legal. Por eso alguna vez alguien dijo “ya cállate chachalaca”, pero evidentemente ya se le olvidó.
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