El problema con el autoritarismo es que convierte toda actividad de gobierno en lo que en inglés se conoce como un “performance”—una escenificación—. Siempre crea una realidad alterna. Nadie conoce o está autorizado para conocer los hechos, resultados y datos objetivos. Tampoco es que importe mucho. Si lo hizo el régimen debe estar bien; si lo hizo un crítico seguro está mal. No importa la verdad, lo que importa es dónde residen tus lealtades y, especialmente, tus sumisiones.
La democracia, por imperfecta que sea, tiene la virtud de negar la propiedad de la verdad absoluta a quien habla desde el poder. Este sistema lo llama a cuentas, le recuerda que va de paso, y que lo suyo es un gobierno y no un reinado. En democracia las críticas o denuncias fundadas tienen consecuencias reales que se expresan en renuncias, reestructuraciones, despidos y, eventualmente, cambios de gobierno.
Bajo el autoritarismo ningún llamado a la rendición de cuentas da frutos y los cambios se dan como depuraciones dentro del grupo en el poder. Cuando se requiere que alguien se vaya, se va generalmente acusado de traición o agradeciendo su despido. Sus resultados no importan, pues la realidad se vuelve tan borrosa que nadie puede ser contrastado con ella.
El tipo de democracia que existía en México hasta el 2018 tenía muchos defectos, pero mantenía una virtud que la hacía vigorosa: era capaz de impactar a un gobierno con base en la crítica de la opinión pública. Los gobernantes pagaban un precio político por revelaciones condenables a ojos de la ciudadanía y frecuentemente estas los hacían modificar sus posturas.
Esa virtud que permitía moldear al gobierno se ha evaporado. Nada en este momento hace que el gobierno federal sienta la mínima angustia por la revelación más penosa, e incluso el claro fracaso de una política pública se presenta como un éxito—mencionemos tan sólo la desastrosa desaparición del Seguro Popular y el colapso del INSABI—.
Ante esto, es necesario volver a centrar el debate en la capacidad, los números, los resultados y los hechos. El país no puede ser solucionado con eslóganes o visitas de obra. No puede permitirse que cada vez se publiquen menos reportes, informes, licitaciones, costos y estadísticas—“La transparencia desestabiliza las autocracias al aumentar la frecuencia de revuelta y democratización”, concluyen Hollyer, Rosendorff y Vreeland (2013: 11)—. El gobierno que llegó al poder gracias a la opinión pública está intentando amordazarla.
El autoritarismo es histriónico; siempre tiene al frente al gran vendedor de una realidad alterna que, a punta de mensajes simples, repetitivos y frecuentemente falsos o prejuiciosos, devora a la verdad. En palabras de Andreas Schedler, doctor en Ciencia Política por la Universidad de Viena, “El autoritarismo engendra teatralidad (…) Los hechos básicos, su importancia conceptual y su relevancia causal son poco claros y controvertidos” (2012: 29). Por lo mismo, “el juego de la política autoritaria es un juego de apariencias” (ídem), ya que usualmente no pueden justificar su concentración de poder con resultados, y menos desde el punto de vista ético.
Si no reclamamos un mínimo anclaje en hechos concretos, pronto estaremos gobernados por actores cuyo único talento será haber sido seleccionados en castings privados ante un director omnipotente. Los ciudadanos deben saltar al escenario con fuerza y en grandes números, para que el país no se convierta en un “performance” donde lo que opine el público no importe.