El sistema presidencial oscila entre la presidencia imperial —si el Ejecutivo tiene mayoría legislativa— o la presidencia irrelevante, cuando el Congreso le es adverso. Y es que concentramos tanto poder y expectativas en el presidente, o en su caso en los gobernadores, que nadie ve por la administración pública profesional o el perfeccionamiento de políticas públicas En el presidencialismo rara vez se acumulan éxitos graduales, ya que el gobernante está empeñado en imponer su estilo y legado.
En términos de estabilidad política, el presidencialismo no fomenta el equilibrio. Cada mandatario busca refundar el régimen, mientras cada fin de sexenio se evidencian los límites y contradicciones del sistema. Un ejemplo es que cada presidente busca supermayorías que le permitan hacer “historia”, empleando toda su fuerza legal y metaconstitucional. No obstante, cuando su poder se comienza a diluir padecemos años o meses de parálisis.
Este enfoque de “todo o nada” y “transformación radical o estancamiento”, constituye un sistema paranoico que premia los extremos. Necesitamos sistematizar la construcción de acuerdos, y la única solución es diluir la figura presidencialista fortaleciendo el papel de las coaliciones ciudadanas y mayorías legislativas. Así, la atención para con los gobiernos construidos en torno a programas integrales crece, mientras la figura presidencial o la rigidez de los partidos pierden peso.
En un acuerdo de coalición entre partidos, la obsesión por la refundación política no tiene cabida. Se buscan las mayorías para perfeccionar lo que se tiene, y se asume que en sociedades diversas esas supermayorías que permitan reformar cartas magnas y modificar la estructura del Estado son —o al menos deberían ser— poco frecuentes. La democracia necesita pasar el examen del tiempo; para ello necesita gradualismo, no “revoluciones” cada seis años.
En contraste con el presidencialismo puro, los gobernantes que surgen de una coalición se concentran en resultados concretos que permitan que la coalición sea valiosa para la ciudadanía. Esos líderes están enfocados en mejorar las cosas para la persona común, en tomar en cuenta a la sociedad civil —lo que fortalece la viabilidad misma de la coalición—, y en fundamentar sus decisiones con expertos.
Por ello no dejemos de insistir en la pertinencia de impulsar un frente amplio como #VaPorMéxico, que ya ha dado buenos resultados. El camino hacia 2024 es claro: construir una coalición electoral con un programa de gobierno avalado por los partidos integrantes, que tras el triunfo se consoliden en una coalición legislativa y en un gobierno de coalición. En tal proceso, la ciudadanía sin partido o la sociedad civil organizada deberán tener un papel central tanto en la construcción de programa de gobierno, como en el seguimiento del ejercicio gubernamental. Sólo así tendría sentido y viabilidad formalizar una coalición electoral.
Un presidente obsesionado por su legado gobierna para su propia historia, no para la ciudadanía. En cambio, un líder de coalición piensa en equilibrar los factores de su tiempo para dar resultados; la historia y el ego pasan a segundo plano.
Un sistema democrático requiere cierta predictibilidad de procesos y cambios. Por eso, digamos adiós a un régimen que fomenta épicas personalistas y castiga el reformismo sistematizado. Como apunta el escritor Javier Cercas, la democracia implica “desterrar la épica de la política y aspirar a una política prosaica, antidramática, de un tedio escandinavo. Quien quiera épica que no haga política. Que lea novelas. O que las escriba”.
Secretario de Acción Electoral del CEN del PRI