En México la noción de soberanía siempre ha reflejado una obsesión con el concepto concebido como una autonomía externa; es decir, un país libre de intervenciones extranjeras.

Sin embargo, la soberanía tiene otra dimensión adicional e igual de importante: la soberanía como jerarquía dentro del Estado; esto es, el hecho de que las instituciones públicas tengan la jerarquía suprema y final dentro del territorio y el espacio doméstico. Esa supremacía jerárquica tiene, a su vez, dos dimensiones complementarias, una de jure que se deriva de las leyes que otorgan ese poder al gobierno y una supremacía factual que exige que el gobierno tenga capacidad de ejercer la supremacía interna que la ley le otorga de manera concreta y operativa en el día a día y en cada comunidad.

En nuestro país cuando alguien dice soberanía o menciona posibles riesgos a la soberanía, de inmediato pensamos en la alegoría de la bandera mexicana siendo atacada por un extraño enemigo. Lo anterior es normal para un país que nació como Estado del trauma de invasiones sucesivas en el Siglo XIX y después suscribió una agenda de adoctrinamiento nacionalista por décadas enteras, una que Morena ha retomado. Así que, en México, el extraño enemigo de nuestra soberanía siempre ha sido de forma automática un extraño y extranjero enemigo. Dramáticamente ese no es el caso de riesgo soberano que estamos viviendo.

Hoy, el extraño enemigo es un enemigo connacional: son los grupos criminales que hacen que la soberanía mexicana sea inoperante en muchas partes de nuestro territorio. En demasiados municipios, estados y regiones la supremacía jerárquica no es la del Estado, sino del crimen organizado. Mientras nos perdemos en declaraciones de y contra nuestro vecino del norte, dimes y diretes con su embajador o en exigencias propagandísticas de disculpas desde la Península Ibérica, la soberanía sustantiva la perdemos a manos de propios mexicanos que deciden actuar fuera de la ley y convertirse en un Estado dentro del Estado. Esa es la soberanía que estamos dilapidando y no las distracciones de propaganda pseudo-diplomática.

Esta realidad de un México en el que su gobierno no tiene supremacía jerárquica cobra especial relevancia cuando muchos tomadores de decisiones de lo que será la nueva administración Trump conciben a México como un Estado que ya no es funcionalmente soberano, pues es obvio que no controla todo su territorio ni puede hacer valer la ley sobre los grupos criminales. México, desde la visión del Washington de Donald Trump 2.0, “requiere” de ayuda o “incentivos” (suaves o duros) para volver a ser un Estado que tenga supremacía interna.

La primera administración Trump nunca mostró interés en la (dis)funcionalidad del Estado Mexicano más allá del tema migratorio. Mientras México aceptase ser sala de espera de migrantes, lo demás no eran asuntos dignos de su atención. Esta vez el juego es más complicado, pues el tema del crimen organizado y el tráfico de drogas aparecen con toda fuerza en la mesa y Estados Unidos se siente afectado en sus intereses y bienestar doméstico por la inseguridad mexicana. Digamos que el extraño y extranjero enemigo de siempre ahora ve en el extraño enemigo interno el justificante absoluto para apuntar al Estado Mexicano.

La realidad es que la violencia endémica ya no solo cuesta vidas, oportunidades de inversión y desarrollo, de hecho, empieza a ser el argumento para supuestos que revivan en el imaginario colectivo pasajes de las viejas pesadillas plasmadas en las estrofas del himno nacional. ¿Qué más límites necesita rebasar el crimen organizado para que por fin el Estado Mexicano se decida a actuar?

Secretario de Acción Electoral del CEN del PRI

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