La inseguridad destruye vidas y familias; también destruye economías y sueños. Donde hay inseguridad y la ley es un simple papel, todo abuso es posible. Esos son los peores cimientos para construir cualquier iniciativa personal o productiva.

La falla del Estado es la cancelación de las oportunidades más significativas que da la sociedad para prosperar. En la vuelta al “estado de naturaleza” que definió Thomas Hobbes —donde manda el más fuerte y violento—, las ventajas de vivir en comunidad se evaporan: el vecino deja de ser un compañero para volverse un riesgo, un depredador o —en dado caso— una presa. Esa es la realidad que se vive en gran parte del territorio mexicano.

Si resolver el caos de ingobernabilidad fuera una prioridad nacional, con las instituciones públicas plenamente dedicadas a ello, podríamos sentir preocupación hoy, pero mantendríamos la esperanza para el mañana. Lo dramático es que la inseguridad, la ingobernabilidad y el fin del Estado Mexicano en cientos de miles de nuestras calles no le importa a Morena.

Su ya candidata presidencial lo ha expresado con la simpleza característica del autoritarismo, que reduce la compleja realidad social a los términos más banales. En el tema de seguridad, tras casi seis años de implementar la política de “abrazos, no balazos”, lo que propone es redoblar la apuesta, optando por “abrazarlos más fuerte”.

¿Por qué la inseguridad no importa ante la intentona de construir un régimen autoritario que estamos viviendo? ¿Por qué hay que “abrazar más fuerte” a los delincuentes en el México guinda? La respuesta más simple y menos “sospechosista” —la que no implica complicidad con delincuentes— es que la inseguridad destruye las estructuras de la sociedad independiente. Las organizaciones ciudadanas y civiles son de las primeras en replegarse ante las balaceras cotidianas, y eso abre el camino a un país donde el poder político y el poder criminal sean lo único que exista, sin un poder ciudadano o periodístico que funja como contrapeso.

Aceptemos esa realidad del proceso político morenista, para esforzarnos en cambiarla: permitir que la delincuencia controle el territorio y ver como el tejido social se deshilacha es muy conveniente cuando se busca instaurar un régimen que no quiere ser cuestionado por nadie. La violencia rampante es el virus más maligno contra las ONG, los colectivos comunitarios, el activismo ambiental, las organizaciones estudiantiles, la prensa libre y la investigación periodística.

Mientras el crimen organizado no se meta de frente con el gobierno, puede meterse con todos los demás. Ante esto, el resultado será un gobierno que —para no verse rebasado por completo— adopte un enfoque cada vez más autoritario. Si crece el crimen, y por otro lado crece el autoritarismo del gobierno como respuesta, ¿qué espacio queda para la ciudadanía libre?

En 2018, México contaba con una democracia electoral dinámica y se hallaba en el umbral de evolucionar hacia una democracia con resultados sociales tangibles. Sin embargo, ante el desafío que representaba el crimen, el emergente populismo se limitó a ofrecer la estrategia de “abrazos, no balazos”, con alguna pseudoexplicación sobre combatir las raíces de la criminalidad.

Hoy, con un crimen organizado cada vez más poderoso, y con una democracia bajo ataque desde el mismo gobierno, ese “abrazo” se pone cada vez más fuerte, más asfixiante, casi mortal. Es momento de zafarnos de ese estrujón que quiere rompernos los huesos. Estamos a tiempo.

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