Para mí, el punto central de toda esta discusión —y que no podemos dejar en menoscabo— es si los jueces deben ser electos por voto popular o no. No es una pregunta menor, aunque ya haya una decisión tomada y no haya vuelta atrás. Toda decisión tiene sus ventajas y desventajas. Y este es un gobierno que busca romper paradigmas, no sólo administrarlos.
Dialogando con este propósito (transformación) y esta manera de hacerlo (ruptura de paradigmas), vale la pena estirar la contradicción fundamental entre administración de justicia y representatividad electoral. La administración de justicia —idealmente— busca la resolución armónica del conflicto, la reconciliación entre partes, la verdad de la ley como un punto medio y no como una bandera de victoria. Una buena jueza, un buen juez, no gana: equilibra. No impone: escucha. No representa a un bando: garantiza imparcialidad.
La representación electoral, en cambio, se basa en todo lo contrario: ganar. Ganarle a la otredad desde un “yo” colectivo. Construir mayorías para imponer intereses partisanos. Así funcionan las elecciones. Y así funcionan los partidos.
A pesar de ello, pareciera que lo nuevo sigue siendo más democrático que lo viejo: El sistema judicial anterior fracasó porque también era representativo, pero sólo de unos cuantos. Sobre todo en los cargos nacionales (Sobre los jueces y los magistrados no podemos generalizar, ahí había de todo tipo de dinámicas desde nepotismo hasta meritocracia).
Algunas voces lo reconocieron: el sistema de justicia de la transición fracasó. El viejo régimen judicial caminaba rumbo a ser opaco, lejano y profundamente elitista. El nuevo no va a ser mejor si cae en la misma autocomplacencia que el anterior.
Quizá este modelo aún es injusto porque representa indirectamente a una mayoría y excluye a las minorías restantes (esto lo discutimos en el primer texto), pero es menos injusto que el de antes. Y esa inercia no la podemos perder. No debemos repetir con una nueva élite los pecados de las élites anteriores.
Adicionalmente, la baja participación ciudadana, profundiza aún más el problema de representación, porque se trata no de una mayoría imponiéndose, sino de una minoría. Por eso es de vital importancia incrementar la participación ciudadana, para que nadie se quede afuera y para que nadie se quede atrás.
El otro gran riesgo que corremos al someter a votación popular a las personas juzgadoras son los mismos de cualquier elección y los resumimos en uno sólo: que la fuerza de los intereses particulares, corruptos y criminales se tomen los poderes públicos por la vía electoral.
Y finalmente, viene el costo de las elecciones y del sistema electoral. La propuesta de la presidenta y su visión está enfocada en reducir el costo de las elecciones. Cosa que es tremendamente popular. ¿Reducir el costo de las elecciones a costa de qué? del presupuesto de los partidos para hacer campaña y del presupuesto del INE. Además de la reducción de curules y la prohibición de la reelección entre otras cosas que se deben discutir sin duda. Pero el estándar está puesto: será muy difícil oponerse a la reducción de costos y curules. Yo sólo haría un cambio de lenguaje, no se trata sólo de abaratar los costos como lo propone la Presidenta. La discusión se debe tratar de hacer más con menos. ¿Cómo hacemos más eficiente (y por lo tanto más barato)? Efectivamente, hay que bajar los costos, pero no a costa del acceso ni de la calidad de la democracia.
Se requiere una solución sistémica: el voto obligatorio acompañado de tecnología para la eficiencia y la inclusión. El voto obligatorio es una solución que reduce los costos de las elecciones drásticamente, reduce la demanda por dinero ilegal y no implica necesariamente pegarle al presupuesto operativo de la estructura del INE. Son dos cosas distintas: lo político y lo orgánico.
Existe suficiente evidencia científica y académica que demuestra que el voto obligatorio reduce el costo de las elecciones y la penetración de la corrupción. En Argentina, diversos estudios demostraron que el voto obligatorio disminuye significativamente la compra de votos, pues los operadores políticos ya no pueden concentrarse en movilizar selectivamente a votantes vulnerables. En Australia, donde el voto es obligatorio desde 1924, la participación electoral se mantiene estable arriba del 90% y el costo por elector es considerablemente más bajo que en países con voto voluntario, ya que no se invierten recursos en campañas masivas de movilización. En Perú y Uruguay, el voto obligatorio ha contribuido a mantener una cultura cívica robusta y a reducir la dependencia de los votantes respecto a redes clientelares, haciendo más difícil la penetración del dinero ilegal en las campañas. En Ecuador sin el voto Obligatorio la izquierda jamás habría ganado porque no tenía capacidad de movilizar. La tendencia es clara: cuando se ejerce el voto obligatorio, la democracia se vuelve más barata, más justa y menos manipulable.
¿Qué es el voto obligatorio? Es simple: el ciudadano que no vota se hace acreedor a una sanción mínima por parte del Estado. Nuestra propia Constitución ya lo dice —el artículo 36 establece el voto como una obligación del ciudadano mexicano—, pero no existe ninguna consecuencia por incumplirla. Es como si dijera: “sería ideal que votaras, pero si no lo haces, no pasa nada”.
En Argentina, quien no justifica su ausencia se hace acreedor a una multa y puede ser inhabilitado temporalmente para ciertos trámites. En Australia, el ciudadano recibe una notificación y, si no responde, paga una sanción baja, pero suficiente para desalentar el ausentismo. El objetivo no es castigar, ni enriquecer al SAT con los faltantes. El objetivo es claro: que a quien le dé flojera votar, le dé más flojera tener que arreglarlo después. Un incentivo pequeño, pero firme.
Por supuesto, se pueden establecer excepciones, como en la escuela: si justificas tu ausencia, no hay problema. Personas con problemas de salud, condiciones de movilidad o causas de fuerza mayor pueden quedar exentas sin complicación.
Y para garantizar que esto no sea un mecanismo excluyente ni desigual, el INE tiene la obligación de modernizarse, como ya lo ha hecho con el voto anticipado, el voto a distancia y los esquemas digitales para el extranjero. Hoy, con tecnologías como blockchain, es perfectamente viable construir un sistema seguro, auditable y accesible. Lo que falta no es capacidad técnica, es claridad y armonía en el rumbo y voluntad política para ejecutarlo.