“Dimesa”, propiedad de la familia Sánchez Ayala, tuvo sus años de esplendor durante la gubernatura en Morelos de Graco Ramírez, que la benefició mediante contratos por cientos de millones de pesos para la compra de medicamentos a precios inflados, según se denunció entonces. Estaba casi extinta, pero ha empezado a figurar en múltiples operaciones autorizadas por dependencias del gobierno federal.
“Promotora de Desarrollos Integrales”, que se dedicaba a servicios de consultoría, construye en el norte de la ciudad de México dos galerones de lámina, un cascarón sin equipo ni personal alguno, anunciado como “hospital móvil” de 40 camas, por el que cobrará 120 millones de pesos. Tiene autorizado levantar otros tres, en Jalisco, Nuevo León y Baja California.
La venta de ventiladores pulmonares, equipos de protección para personal de salud o medicamentos para combatir el covid-19 se ha convertido en territorio para bucaneros, que consiguen contratos por nexos con funcionarios o los revenden a terceros. Los artículos nunca llegan o lo harán tardíamente, cuando su precio de mercado se desplome y surja una ganancia millonaria.
En el río revuelto de la emergencia sanitaria, en todo el sector salud hay evidencias de negocios con empresas controvertidas. Este patrón se ha vuelto endémico en el flamante Instituto Nacional del Bienestar (Insabi), que conduce Juan Antonio Ferrer; en la Secretaría de Salud, a cargo de Jorge Alcocer; en el IMSS, que dirige Zoé Robledo, o en el ISSSTE, encomendado a Luis Antonio Ramírez Pineda.
En un relativo descargo, debe decirse que el tejido de intereses que beneficia de manera irregular a empresas parece ser manejado por manos colocadas en niveles superiores al control de los citados funcionarios.
Dichas manos congregan el poder necesario para lograr que la oficial mayor de la Secretaría de Hacienda, Thalía Lagunas Aragón, deba voltear hacia otro lado cuando pasa por su escritorio este tipo de contratos tóxicos.
En un marco de desorden y abusos al amparo de la pandemia, en cada dependencia hay grupos enquistados que protagonizan batallas internas para beneficiar a sus empresarios favoritos.
Todo esto se halla muy lejos de trascender en las conferencias cotidianas o las cada vez más confusas entrevistas que otorga el zar del combate a la pandemia, Hugo López-Gatell, descrito esta semana como rockstar por una revista del corazón, como se lo anticipé aquí mismo.
El funcionario, que encabeza ya una cofradía burocrática en el sector con ánimos futuristas, ha hablado ciertamente de corrupción…, pero en el pasado, en particular aludiendo a las distribuidoras de medicinas, o a la subrogación de servicios. Es posible que esos actores del pasado hayan incurrido en corrupción, pero hoy siguen haciendo negocios con el gobierno.
López-Gatell declaró también que tras la pandemia de 2009, por la influenza H1N1, hubo compras “con olor a corrupción”. Pero no ha difundido un solo nombre, una sola denuncia. Y menos ha dicho algo sobre la putrefacción actual. Guarda silencio. Un silencio cómplice o peor, cínico. Un silencio insostenible.
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