Los gobiernos de México e Israel programaron hace meses una visita a Tel Aviv de funcionarios de la Fiscalía General de la República (FGR) —a partir del lunes 29— para proseguir negociaciones sobre la eventual extradición de Tomás Zerón, imputado en la trama del secuestro y desaparición de normalistas en Iguala, Guerrero, en 2014. Lo ocurrido en las últimas horas sobre el caso parece exhibir una precipitación que podría alejar para siempre el esclarecimiento real de los hechos.
“No es una pena, es la política”, dijo la tarde de este viernes un apacible Jesús Murillo Karam a agentes de la FGR que conduce Alejandro Gertz, que se dijeron avergonzados porque, sin observar los procedimientos legales debidos, protagonizaban la primera detención de un extitular de la Procuraduría General de la República en los 122 años de historia de esa institución. Similar suerte corrieron los fiscales federales que presentaron a Murillo ante el juez Marco Antonio Fuentes Tapia, quien los recriminó por no acudir debidamente preparados.
Estas dos simples estampas bastarán a los abogados de Zerón de Lucio para alegar que el reclamo de extradición tiene un ánimo político, rumbo a las elecciones del Estado de México. Un proceso que, argumentarán, parece animar la utilización de la justicia en busca de doblegar a Enrique Peña Nieto, expresidente y exgobernador mexiquense; a Murillo Karam —uno de sus tutores en la política— y a Zerón, con quien Peña tuvo ligas por casi tres lustros antes de imponerlo, en 2013, como director de la Agencia de Investigaciones Criminales de la PGR.
Prisas y dudas se suman al inverosímil escenario de que existan evidencias de que Murillo haya torturado a sospechosos durante los cinco meses que tuvo el caso a su cargo. Para atribuirle obstrucción de la justicia se deberá demostrar que encubrió comportamientos ilegales. Todo ello arroja sombras sobre el informe final del subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, que con matices importantes llega a la misma conclusión que la verdad histórica de Murillo: los estudiantes fueron secuestrados por el grupo criminal Guerreros Unidos, en Iguala, y luego asesinados.
El verdadero argumento disruptivo de la (nueva) verdad histórica de Encinas es el rol que habrían jugado militares asignados al controvertido 27 Batallón asentado en Iguala, un sector del Ejército imputado en diversas facetas históricas por la llamada Guerra Sucia librada por instancias del Estado mexicano contra disidentes políticos en el largo periodo comprendido entre los años 60 y 90. Arrojar luz al respecto y que todos reflexionemos sobre los riesgos del autoritarismo y la intolerancia es una tarea que se ha echado a espaldas Encinas, él mismo un exluchador social.
Contra lo argumentado en su momento por Murillo Karam, el informe Encinas atiende reclamos de padres de los normalistas de Ayotzinapa y del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, de la OEA, para inspeccionar las instalaciones del 27 Batallón. Desde ese lugar se habría urdido al menos parte de la trágica noche de Iguala entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014, al grado de abandonar a un soldado que fue infiltrado entre el grupo de estudiantes y corrió el mismo destino que ellos. Testimonios perturbadores, acumulados por décadas, aseguran que en ese lugar se dispuso de hornos crematorios usados para desaparecer a militantes de los llamados grupos subversivos.
La historia parece empezar a ser contada desde el inicio, lo que puede alcanzar a otros protagonistas de esa historia; entre ellos el exgobernador Ángel Aguirre, jefes policiacos locales y federales. Para ello deberá lograrse que la bruma política se despeje para saber si existe una legítima búsqueda de la verdad.
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