Diversos episodios ocurridos en las últimas semanas han marcado en el Congreso mexicano un sello ominoso que va a contracorriente del más elemental principio de todo foro legislativo: un espacio definido en democracia para alentar la deliberación, fomentar el consenso y otorgar legitimidad al régimen.
La designación de la presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y la definición del programa de gastos federales para el próximo año significan, entre otros, el fracaso de diversos actores cuya responsabilidad debería ser que el ejercicio de balance y contrapesos le diga al conjunto de la nación que debemos seguir creyendo en los valores básicos de convivencia.
Este fracaso es personificado por los liderazgos de las cámaras de Diputados y Senadores, que en los hechos recaen en Mario Delgado y en Ricardo Monreal, respectivamente, coordinadores del bloque mayoritario de Morena y sus aliados. Ambos han fallado en el ejercicio de la política como instrumento de acuerdos, y se han inclinado hacia el pobre argumento de las votaciones aplastantes. Pero la calidad de una democracia no es descrita por el desempeño de las mayorías, sino por la relación que guardan con las minorías.
Estas últimas, entendidas como los partidos de oposición, los gobiernos que de ellos han emanado, o los empresarios que demonizan al gobierno en privado y en público lucen lacayunos, han fracasado también en tener en el Congreso, dentro de éste y frente a éste, un discurso articulado, coherente y propositivo que explique a la sociedad que hay mejores caminos para ir en pos del país que necesitamos.
Es obligado, pero insuficiente, establecer que la lista de quienes se están apartando del juego democrático se halla encabezada por el presidente López Obrador, que ha concentrado en sus manos y en la soledad de sus decisiones una amplia serie de dictados que en todo sistema de gobierno mínimamente moderno se nutren de la consulta e incluso el debate, dentro y fuera del equipo gobernante.
Un ejemplo de lo que nos está ocurriendo se produjo durante la reunión, el pasado 12 de noviembre, del primer círculo que acompaña a López Obrador en sus encuentros cerrados previos a las conferencias mañaneras. Oficialmente se le describe como el Gabinete de Seguridad, pero se trata en realidad de sus funcionarios con mayor peso, lo que la tradición anglosajona llama “kitchen cabinet”. En nuestro caso ocurre que muchos de esos personajes asisten, pero por temor a discrepar con su jefe, rutinariamente guardan mutismo, incluso con la vista gacha, salvo que su opinión sea consultada por el Presidente. Y aun en esas oportunidades, es frecuente que el mandatario tenga un lenguaje corporal que denota desinterés y hastío.
Esa mañana el tema que saltó a la mesa fue la controvertida votación en el Senado que había conducido en la víspera a la designación de Rosario Piedra Ibarra como nueva presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, pese a que grupos de oposición, notablemente el PAN, aportaron indicios de que la elección había sido manipulada, fraudulenta.
Un influyente asistente cotidiano a esa reunión intervino en ese momento para informar que hasta horas antes se habían mantenido contactos con senadores del PRI y aun del PAN, en el escenario de que la votación debiera ser repuesta. Pero López Obrador lo interrumpió: “Ya ni te molestes; haremos lo que propone Ricardo (Monreal): que la señora rinda protesta, y se acabó el asunto”. El líder senatorial fue ratificado en ese momento como autor del atropello, lo que se reiteró en su estrafalaria amenaza de llevar a juicio político a los gobernadores que no acaten las resoluciones futuras de la CNDH.
El modelo se repitió días después con el Presupuesto de Egresos: la sordera de Palacio Nacional, el gabinete mudo y el Congreso obsecuente, montado en votaciones mayoriteadas presentadas como victorias. Y una galería de adversarios a estas posturas sin capacidad de reacción ni de propuesta.
Todos chapoteando en la espesa salsa de la incompetencia colectiva. Mientras tanto, el país sigue atorado en la inseguridad, en el estancamiento económico, con un T-MEC que, si acaso, tardará un año más en ser aprobado. Una nación polarizada, sin diálogo ni acuerdos. México como sinónimo de fracaso.
rockroberto@gmail.com