El devastador paso del huracán Otis sobre el estado de Guerrero y en particular sobre Acapulco y las comunidades cercanas, deja (o debería) múltiples lecciones para México y otros países. Aprendizajes sobre (1) las limitaciones del modelo vigente de desarrollo urbano y sus vulnerabilidades, incluyendo el tipo de desarrollo turístico que los nuevos tiempos de cambio climático cuestionan; (2) la falta de preparación institucional adecuada para prevenir desastres y (3) la necesidad de diseñar e implementar mecanismos de adaptación a fenómenos naturales cada vez más violentos, gracias al caos climático y el calentamiento global. Ningún bienestar colectivo será sostenible si no se abordan estos tres elementos. La reconstrucción del entorno (natural y urbano), así como la resiliencia y bienestar, individual y colectivo, solo serán posibles atendiendo los retos que estos temas exigen.
El 1o de noviembre, el gobierno federal anunció su plan para la reconstrucción de Guerrero, con un financiamiento de 61 mil millones de pesos. Dicho monto representa apenas 0.67% del Presupuesto de Egresos de la Federación para 2024 (9 billones de pesos), y una cuarta parte (23%) del presupuesto asignado a la Secretaría de la Defensa Nacional (259.4 mil mdp) para el mismo año. La gran mayoría de los apoyos serán entregas de dinero a los afectados, ampliación de los programas que el gobierno federal viene instrumentando desde el inicio del sexenio. Para el rubro de infraestructura (en particular urbana y eléctrica), devastada casi por completo por el huracán, se asignarán tan solo 12 mil 500 mdp. La estrategia (si la hay) y los recursos para la recuperación y reconstrucción parecen insuficientes.
Los desastres provocados por fenómenos naturales y sobre todo por la falta de preparación tienen siempre un impacto inmediato en el bienestar material y subjetivo de las personas y sus comunidades. El impacto psicológico se expresa en forma de estrés, ansiedad, depresión, miedo y trauma psicológico ocasionado por la pérdida de vidas, la destrucción de propiedad, la disrupción en la vida cotidiana, y la fractura del horizonte vital de las personas en el corto y en el largo plazos. Como ilustración, 5% de la población de Texas, en Estados Unidos, afectada por el huracán Ike en septiembre de 2008 cumplía con los criterios de un trastorno depresivo mayor al mes siguiente del evento, y casi 10% de la población adulta de Nueva York mostraba síntomas del mismo trastorno depresivo un mes después de los atentados del 11 de septiembre del 2001.
Poblaciones vulnerables, como aquellas con bajos ingresos, falta de acceso a recursos, adultos mayores, infancias y personas con discapacidad o problemas previos de salud mental, pueden experimentar un impacto más severo en su bienestar subjetivo después de un desastre. Las disparidades socioeconómicas y la falta de recursos agudizan los efectos negativos en la salud mental y el bienestar emocional. Es a estas poblaciones a las que tanto las políticas de adaptación como la reconstrucción deben poner especial atención.
Varios factores pueden mitigar el impacto negativo de los desastres en el bienestar subjetivo de personas y comunidades. La preparación previa, el apoyo social, la solidaridad comunitaria, el acceso a recursos y servicios de apoyo psicológico, así como el sentido de comunidad juegan un papel central para reducir el choque psicológico de los desastres. El apoyo psicológico y social a largo plazo es crucial para ayudar a las personas a recuperarse emocionalmente de los desastres.
A este respecto, un conjunto de expertos internacionales en el estudio y tratamiento de personas expuestas a desastres y eventos de violencia masiva identificaron cinco principios para guiar programas de intervención para la recuperación frente a este tipo de eventos. Los principios son: (1) promover la sensación de seguridad, extraviada tras el desastre; (2) restablecer la calma entre la población; (3) recuperar la sensación de eficacia propia y colectiva, es decir, la percepción de control y capacidad para alcanzar los objetivos que se propongan; (4) fomentar vínculos sociales, y (5) avivar, gradualmente, la esperanza. Los principios lucen poco sólidos y quizá secundarios frente a las necesidades de agua, alimento y sanidad en los días inmediatos a una emergencia. Pero si estos principios no guían el proceso de reconstrucción en su conjunto, se podrá restablecer la red eléctrica y de saneamiento, pero no las condiciones necesarias para la recuperación de la población en el largo plazo.
Si bien los desastres pueden causar un impacto negativo en el bienestar subjetivo, también es cierto que un atributo central de la humanidad es su capacidad de resiliencia. Los individuos y las comunidades pueden recuperarse emocionalmente, además de su entorno físico y recursos materiales, a medida que se ajustan a las nuevas circunstancias y reconstruyen sus vidas. Pero la resiliencia y la capacidad de recuperación es imposible si no hay una adecuada red de vínculos sociales y apoyos institucionales que le den cauce, forma y sentido.
Para aumentar la resiliencia colectiva, las comunidades deben reducir el riesgo y atender las desigualdades de recursos, involucrar a la población local en la mitigación de desastres, crear vínculos organizativos, impulsar y arropar apoyos sociales. Todo ello requiere flexibilidad, capacidad de decisión y fuentes de información fiables que funcionen ante situaciones desconocidas. Así lo reconocen la Unión Europea, Naciones Unidas y el Banco Mundial en un Compendio de buenas prácticas para la recuperación de desastres en América Latina y el Caribe que reúne experiencias de 12 casos de desastres en la región, entre las que se encuentra, por cierto, el desastre ocurrido por el sismo del 2017 en México.
Después de la implementación del plan de reconstrucción anunciado por el gobierno federal, luego de la extensa ayuda de la sociedad civil y de empresas desplegada en la zona, una vez que la ayuda humanitaria ceda el paso a los apoyos más regulares (si eso ocurre), cuando las escuelas, hospitales, hoteles, bares y restaurantes abran de nuevo, ¿cómo sabremos que la población y las comunidades se han recuperado del desastre?
Uno de los mejores indicadores para identificar en qué medida una persona o comunidad ha superado y se ha adaptado a la adversidad de un desastre es, además del bienestar material (infraestructura y servicios públicos reestablecidos), el bienestar psicológico, tanto individual como colectivo. La recuperación material de un desastre es la evidencia más visible de la superación frente a la adversidad. Sin embargo, la evidencia más perdurable de la recuperación, es la capacidad que individuos, organizaciones y comunidades han restablecido para imaginarse que son capaces de retomar su propio desarrollo, que visualizan en el horizonte la posibilidad real de una mejor calidad de vida. Por supuesto, esta convicción subjetiva (y no por ello menos real) de un futuro mejor, solo es posible si el bienestar material se concreta. Pero este es insuficiente para hablar de recuperación completa si el bienestar subjetivo no se restablece también. Se trata, en suma, de generar y preservar la resiliencia en las personas y sobre todo a nivel comunitario.
Ese debería ser el fin último (y la métrica) que gobierno, sociedad y empresas busquen, colectivamente, alcanzar. Reconstruir Acapulco, sus comunidades vecinas, motor económico y símbolo turístico de Guerrero y del país, tomará mucho tiempo. Aunque se antoja difícil, el desastre también es una oportunidad para replantear esquemas de desarrollo, revitalizar la organización social y sentar bases para otro modelo turístico y de crecimiento. Un modelo que ponga en el centro la felicidad pública, el bienestar colectivo de la población que ahí vive y su resiliencia.
PS. Integrantes de la comunidad científica han señalado que la impresionante velocidad con la que Otis intensificó su magnitud hasta convertirse en huracán grado 5 en solo unas horas tuvo mucho que ver con el calor acumulado en las aguas marinas frente a las cosas te Acapulco. Calor que es, a su vez, producto del calentamiento global asociado con la actividad humana. Por eso resulta contradictorio, incluso desalentador, que el presidente de la nueva ronda de negociaciones de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP28) que se estará llevando a cabo en Dubai a partir de este 30 de noviembre, Sultan Al Jaber, sea también el director de la empresa petrolera estatal de los Emiratos Árabes Unidos (Abu Dhabi National Oil Company). Peor aún, hoy sabemos que aprovechado su rol como líder formal de las negociaciones del encuentro climático, Al Jaber habría estado promoviendo negocios petroleros en reuniones bilaterales con diversos gobiernos. Desalentador e irritante.
Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.