Por Mery Hamui Sutton

¿Prohibir o integrar los teléfonos celulares al ambiente escolar? Es un dilema que toca a estudiantes, familias y maestros y cuya respuesta ha llevado a muchos países a tomar una decisión clara: limitar o prohibir su uso dentro de las escuelas.

El papel de los teléfonos inteligentes en el ámbito escolar ha encendido un debate mundial, algunos dudan de su potencial pedagógico, otros piensan que facilita el acceso a recursos ilimitados como comunicarse de manera instantánea; y otros más, que pueden potenciar el aprendizaje y convertir una clase en una experiencia interactiva. Lo cierto es que, cuando se usan sin control, los teléfonos celulares pueden distraer, fomentar el acoso digital y debilitar la concentración de los estudiantes.

No sorprende, entonces, que distintos gobiernos hayan comenzado a tomar medidas drásticas. Cada vez son más los países que imponen restricciones o prohibiciones al uso de teléfonos en la escuela. El Informe GEM que realizó de la Oficina del Médico General del Departamento de Servicios Humanos del Gobierno de Estados Unidos (2024) -que monitorea las leyes y políticas sobre tecnología en la educación en todo el mundo y que fue preparado para el Día Internacional de la Educación- revela que 19 sistemas educativos se suman a la prohibición del uso de teléfonos inteligentes en las escuelas, además de los 60 que ya lo hacían, lo que equivale al 40% de los sistemas educativos del mundo. Otros organismos, como la OCDE (2022) y la UNESCO (2023), se inclinan por prohibir su uso en la escuela para mejorar la concentración y crear entornos más seguros y humanos.

Sin embargo, algunos investigadores han observado que la evidencia científica de sus beneficios es escasa: algunos estudios en distintos países, a pequeña escala y con diferentes diseños arrojaron resultados dispares (King et al, 2024; Sungu et al, 2025; Kesel et al, 2020), por lo que podría prohibirlos podría ser ineficaz. En sus hallazgos muestran que el uso de teléfonos celulares afecta el rendimiento de los estudiantes dependiendo de variables como edad, territorialidad (urbana, rural), estrato socioeconómico (alto, medio, bajo) y el contenido de las materias (STEM, no STEM), por lo que cabe solo especular.

El debate no es menor. En Estados Unidos, por ejemplo, 17 estados comenzaron este ciclo escolar con restricciones claras al uso de teléfonos, ya suman 35 los que ya tienen políticas similares. La intención de formularlas es sencilla, responde a reducir distracciones, mejorar el aprendizaje y fomentar la interacción directa entre alumnos y docentes. Pero, ¿funciona realmente? Los datos no son del todo concluyentes, algunos estudios reportan mejoras en las calificaciones y una reducción en el bullying cuando los celulares desaparecen de las aulas. Por ejemplo, investigaciones en Inglaterra, España o Noruega muestran que los estudiantes con bajo rendimiento son quienes más se benefician de estas restricciones. En una investigación en India, realizada con 17 mil estudiantes universitarios, se encontró que prohibir el uso de teléfonos durante tres años generó un aumento modesto, pero significativo, en las calificaciones de quienes solían tener peor desempeño. Otros trabajos —como el conocido SMART Schools Study de la universidad de Harvard (2025) en el Reino Unido o estudios en Australia— sugieren que las prohibiciones no producen cambios sustanciales. De hecho, el tiempo que no se usa en la escuela suele compensarse con un mayor uso en casa. Es decir, el problema de fondo no desaparece, solo se desplaza. Entonces, ¿es un riesgo o una oportunidad apagar el celular en clase?

Por un lado, el uso indiscriminado del celular en clase afecta negativamente. Cada hora adicional frente a la pantalla puede reducir el promedio académico universitario. Además, de que la multitarea digital no solo distrae en el momento, también impacta en la memoria, la calidad de las notas y el nivel de estrés. A esto se suma la dependencia emocional que provoca el llamado “síndrome de desconexión” o nomofobia. Por el otro, no todo es negativo, hay experiencias donde el teléfono se convierte en aliado. En universidades del sur de Asia, cuando los celulares se integraron en actividades pedagógicas —como acceso a recursos digitales o aplicaciones interactivas—, los estudiantes mostraron mayor motivación y mejores resultados. En ingeniería, por ejemplo, se ha utilizado la herramienta Socrative para fomentar la participación en tiempo real, con resultados positivos. El problema, entonces, no es el dispositivo en sí, sino el uso que le damos.

Si algo nos muestran estos hallazgos es que las prohibiciones absolutas, aunque fáciles de formular, son difíciles de implementar, no bastan para resolver los dilemas de la era digital. Hoy más que nunca necesitamos formar a los estudiantes en autorregulación, autocontrol y educación digital crítica. De poco sirve retirar los teléfonos si las tabletas o las laptops —que también son fuentes de distracción— permanecen sobre los pupitres sin una guía clara de uso. El desafío consiste en equilibrar riesgos y oportunidades, pues la tecnología puede ser tanto un distractor como una herramienta poderosa. Los teléfonos inteligentes son un arma de doble filo; si se usan sin sentido pedagógico, fragmentan la atención y empobrecen el aprendizaje; cuando se integran intencionalmente en las dinámicas escolares, pueden abrir nuevas formas de participación y motivación. Quizás la verdadera respuesta no resida en prohibir o permitir, sino en enseñar a convivir con la tecnología con responsabilidad y propósito. Al final, educar en tiempos de pantallas no significa cerrar los ojos ante ellas, sino aprender a mirarlas —y a mirarnos— de otra manera.

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