Carlos Santiago Nino, filósofo del derecho argentino, afirmaba que la Constitución es la garantía última del orden y de la paz social. Es un contrato histórico que rige a la sociedad con normas que nadie puede ignorar o cambiar sin la voluntad popular. Así, además de ser un documento jurídico, es el pilar que sostiene las relaciones humanas y regula el poder, protegiendo los derechos de las personas.
La historia nos ha dado ejemplos de que cuando no hay límites se desata la injusticia: desde la época colonial, en la que se impusieron diferencias por encima de los pueblos originarios hasta los conflictos que llevaron a la Segunda Guerra Mundial, cuando la supuesta supremacía de unos sobre otros se volvió política de Estado, arrastrando al mundo a un caos de grandes proporciones.
En México, la historia no es diferente. Las pugnas intestinas y las tentaciones de imponerse por encima de la ley han estado presentes desde la Independencia. En el siglo XIX, Agustín de Iturbide se declaró emperador, en un intento de ejercer un poder absoluto, mientras que, más adelante, en la época de la Reforma, Maximiliano de Habsburgo fue impuesto como emperador de México, con apoyo de los conservadores, que buscaban derrocar al Gobierno constitucional de Benito Juárez.
Estas decisiones, ajenas al marco constitucional, pretendieron poner en manos de unos pocos el destino de toda una nación. Pero, gracias a los grandes movimientos de transformación social, México logró construir un sistema constitucional que evolucionó hasta convertirse en un referente del Estado de derecho en América Latina, teniendo como base la Constitución de 1917, una de las primeras en el mundo en reconocer derechos sociales.
En este sentido, la reforma constitucional sobre la llamada “supremacía constitucional” es una continuación de ese esfuerzo histórico por fortalecer el Estado de derecho. Dicha iniciativa, aprobada ya en el Senado, y cuyo dictamen fue recibido en la Cámara de Diputados para su discusión, tiene como propósito reafirmar que nada ni nadie está por encima de la Constitución.
Para ello, se propone una adición al artículo 105 y una reforma al 107 constitucionales, a fin de establecer con claridad que cualquier reforma a la Carta Magna, aprobada bajo los lineamientos del artículo 135 —es decir, con mayoría calificada en el Congreso de la Unión y la ratificación de cuando menos 17 congresos estatales—, no puede ser impugnada ni suspendida por el Poder Judicial. Esto incluye acciones de inconstitucionalidad, controversias constitucionales y amparos que pretendan paralizar los efectos de estas modificaciones.
¿Por qué es necesario un cambio como este? No sólo porque las reformas constitucionales son actos soberanos del Constituyente Permanente, sino porque en estos días hemos visto cómo jueces y ministros están recurriendo a interpretaciones legales que rozan con la intromisión en las decisiones del Poder Legislativo, al suspender o modificar temporalmente reformas de amplio consenso.
Este tipo de resoluciones, que pretenden poner freno a decisiones tomadas democráticamente, ponen en tela de juicio el respeto a nuestra Carta Magna, la cual, en su artículo 133, establece que nada ni nadie está por encima suyo, y ahora, con la supremacía constitucional, se protegerá esta garantía al nivel más alto.
Hay que precisar que, en la práctica, la reforma no crea una norma nueva. Lo que busca es hacer explícito aquello que ya se encontraba implícito en nuestra tradición constitucional, tal y como lo establece el artículo 61 de la Ley de Amparo.
La propuesta llega en una coyuntura particular, justo cuando el Poder Judicial de la Federación (PJF) admitió recursos que buscan suspender los efectos de una reforma constitucional. No se trata de quitar facultades a este Poder, sino de establecer que las reformas constitucionales, establecidas bajo los mecanismos que marca el artículo 135, son intocables.
Reforzar la supremacía constitucional no es un ataque a la justicia, sino una medida para proteger el Estado de derecho. El dictamen de la iniciativa sobre supremacía constitucional respetará cada paso del proceso parlamentario en la Cámara de Diputados; es un recordatorio de que el país tiene un orden jurídico claro, y que cada poder tiene límites.
Las autoridades judiciales no pueden interpretar a su antojo las decisiones del Constituyente Permanente ni conceder amparos y suspensiones definitivas sin tener facultades para ello. México necesita un marco aún más claro y sólido para que el Estado de derecho prevalezca. La supremacía constitucional representa esa fortaleza institucional que resguarda al pueblo de cualquier posible abuso.