No es ruido blanco en tu cerebro, la UNESCO marca límites a la intromisión mental. Nita Farahany

Hace unos días vi un video de Noland Arbaugh jugando ajedrez en línea y moviendo el cursor de una computadora. Nada extraordinario, dirán ustedes, excepto que Noland es tetrapléjico desde 2016 y lo hace únicamente con su pensamiento gracias a un implante de Neuralink en su cerebro. Sí, la empresa de Elon Musk —el mismo que nos prometió Teslas autónomos y que internet llegaría hasta los rincones más remotos gracias a Starlink, subsidiaria de SpaceX. Esta vez, la promesa se está cumpliendo. Noland ya puede jugar Mario Kart con su padre y pasarse ocho horas seguidas en Civilization VI, algo que no había podido hacer desde su accidente. Esto no es ciencia ficción: es noviembre de 2025, y ya está pasando.

La neurotecnología es real. Hablamos de implantes que ayudan a personas con Parkinson, de interfaces cerebro-máquina que permiten a personas con discapacidades controlar dispositivos con el pensamiento, y de wearables cotidianos —esos que todos compramos y olvidamos en el cajón— que rastrean nuestras emociones. En regiones como México y América Latina, donde el acceso a la salud sigue siendo un tema de recursos, estas tecnologías podrían ser transformadoras. Pero también podrían convertirse en otra herramienta de control, y ahí es donde la cosa se pone interesante.

Entre 2013 y 2023, la inversión pública en neurotecnología superó los 6,000 millones de dólares, mientras que la inversión privada alcanzó 7,300 millones, según la UNESCO. Las publicaciones científicas se multiplicaron por 35 y las innovaciones tecnológicas por 20. Pero aquí está el detalle: solo 10 países concentran más del 80% de las investigaciones de alto impacto, y seis naciones poseen el 87% de las patentes. Estamos hablando de una "neurobrecha" entre países ricos y en desarrollo que podría profundizar desigualdades existentes. .

Hace apenas una semana, el 12 de noviembre de 2025, durante la Conferencia General en Samarcanda, Uzbekistán, entró en vigor la primera norma mundial sobre ética de la neurotecnología. No es un vigilante omnipotente ni una ley vinculante, pero es una voz colectiva de 194 estados miembros que busca equilibrar la balanza. Audrey Azoulay, la directora general, lo resumió con claridad: el progreso tecnológico solo vale la pena si está guiado por la ética, la dignidad y la responsabilidad hacia las generaciones futuras. Básicamente, antes de conectar cerebros a la nube, deberíamos pensar en las consecuencias.

Los principios son directos: privacidad de la mente como derecho fundamental —nadie debería acceder a tus pensamientos sin consentimiento explícito; inclusión para todos, porque no puede ser otro lujo de élites mientras en Latinoamérica seguimos con la brecha digital; protección especial para niños y adolescentes, considerando que el cerebro madura entre los 25 y 30 años; límites claros en el ámbito laboral, prohibiendo monitorear empleados para medir productividad— imagínate si tu jefe pudiera saber exactamente en qué estás pensando; y regulación de productos que puedan manipular el comportamiento o fomentar adicciones.

Todo esto me hace pensar en algo que he mencionado antes: el #ruidoblanco de la innovación. Avanzamos tan rápido que no nos detenemos a preguntarnos si deberíamos. Elon Musk lo ejemplifica: revoluciona el transporte con Tesla, promete internet global con Starlink, quiere colonizar Marte con SpaceX, y ahora, con Neuralink, conecta cerebros a computadoras. Cuando Noland Arbaugh mueve ese cursor con su mente y recupera la autonomía que perdió hace ocho años, vemos el potencial transformador. Pero también deberíamos ver las preguntas que nadie está haciendo: ¿quién controla esos datos neuronales? ¿Qué pasa si una empresa decide venderlos? ¿Qué impide que gobiernos usen esta tecnología para vigilancia? ¿Estamos listos para un mundo donde existan "súper-humanos" con acceso a estas tecnologías mientras otros ni siquiera tienen internet estable?

Este estándar de la UNESCO es un paso sensato en un mundo donde la tecnología avanza a velocidades exponenciales. Nos invita a reflexionar: ¿queremos un futuro donde la neurotecnología empodere a la gente común, o uno donde sirva para que los de arriba mantengan su dominio? Depende de nosotros —lectores, ciudadanos— exigir que se aplique con seriedad. Porque como dice el reporte de la UNESCO: sin regulación, los sistemas neuronales apoyados en algoritmos e inteligencia artificial pueden generar vigilancia arbitraria, manipulación mental o falta de transparencia. Y en el momento en que la neurotecnología alcance su autonomía completa, la capacidad de supervisión humana será superada. Ahí sí, será demasiado tarde.

¿Qué opinas tú? ¿Ves en esto una oportunidad real, o solo más ruido en el éter?

@ricardoblanco

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