En un mundo habituado a la parálisis diplomática y al simulacro político, el derecho internacional ha comenzado a hacer lo que muchos consideraban improbable: pronunciarse con firmeza ante el colapso climático. En 2025, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitieron dos Opiniones Consultivas que han sacudido los cimientos de la arquitectura jurídica global. Ambas Cortes, desde sus respectivas jurisdicciones, han coincidido en una conclusión incómoda: la inacción climática no solo es irresponsable, es jurídicamente inaceptable.
La CIDH, en su Opinión Consultiva OC-32/25 —una interpretación jurídica no vinculante pero con gran peso normativo y político— solicitada por Colombia y Chile, trazó un parteaguas. Por primera vez, un tribunal regional de derechos humanos reconoció el derecho a un ambiente sano como un derecho humano autónomo, dotado de exigibilidad y justiciabilidad. Pero la Corte no se detuvo allí: afirmó que la naturaleza puede ser reconocida como sujeto de derechos, y que los Estados están obligados —no sugeridos— a adoptar medidas inmediatas, urgentes y diferenciadas frente a la emergencia climática.
Esta afirmación no fue retórica. La CIDH construyó un cuerpo normativo riguroso basado en los artículos 1.1, 2 y 26 de la Convención Americana, así como en el Protocolo de San Salvador. Identificó obligaciones específicas en materia de mitigación, adaptación y reparación, vinculando la crisis climática con derechos sustantivos (vida, salud, alimentación, agua, vivienda, trabajo) y con derechos de procedimiento (participación, información y acceso a la justicia). Asimismo, impuso un estándar reforzado de protección a pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes, niñas, mujeres, personas con discapacidad y habitantes de territorios especialmente vulnerables.
Por su parte, la CIJ —a solicitud de la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante la resolución 77/276— emitió una Opinión Consultiva de alcance global en la que declara que los Estados tienen obligaciones claras bajo el derecho internacional para proteger el clima. Estas no se limitan a los tratados ambientales como la Convención Marco o el Acuerdo de París. La Corte afirmó que existen deberes de carácter consuetudinario, como el de prevenir daños significativos al ambiente, el de actuar con debida diligencia reforzada y el de cooperar internacionalmente, que son legalmente exigibles para todos los Estados, sin distinción.
La CIJ se mostró particularmente incisiva al establecer que estas obligaciones se aplican erga omnes, es decir, hacia toda la comunidad internacional, y que no es necesario que un Estado emita gases directamente para ser responsable: basta con que sus omisiones contribuyan significativamente al deterioro del sistema climático. Además, introdujo con fuerza principios de equidad intergeneracional y responsabilidades comunes pero diferenciadas, confirmando que los países históricamente emisores tienen un deber mayor que aquellos que apenas sobreviven a los efectos del calentamiento global.
Si bien las opiniones de ambas Cortes no son vinculantes en términos estrictamente jurisdiccionales, su valor normativo y político es enorme. Representan una cristalización del derecho internacional contemporáneo frente a uno de los desafíos más complejos y urgentes del siglo XXI. Pero sobre todo, son una advertencia: la pasividad estatal ante el cambio climático ya no será interpretada como omisión técnica, sino como incumplimiento jurídico.
El elemento más potente de esta convergencia no está solo en las conclusiones, sino en la metodología. Ambas Cortes han construido sus análisis a partir del consenso científico del IPCC, incorporando evidencia empírica como base para la interpretación jurídica. Este acercamiento entre ciencia y derecho marca un punto de inflexión: el conocimiento técnico ya no es un insumo decorativo para los jueces internacionales, sino la piedra angular de su razonamiento. En otras palabras, el derecho ha comenzado a hablar con datos.
Así, mientras la CIJ sienta las bases normativas globales sobre las obligaciones estatales frente al clima, la CIDH detalla cómo esas obligaciones deben concretarse en políticas públicas nacionales, con enfoque de derechos, justicia ambiental y equidad social. Se construye así un marco jurídico dual: internacional y regional; declarativo y operativo; universal y situado.
La gran pregunta, sin embargo, no es jurídica sino política: ¿responderán los Estados a este llamado? Las cortes ya hicieron su parte. Con precisión técnica y coraje institucional, pusieron el derecho al servicio del planeta. Si los gobiernos persisten en su ceguera climática, no será por falta de claridad normativa, sino por una negligencia que —ahora sí— tiene nombre, contenido y consecuencias.
Lo que está en juego no es solo el cumplimiento de los tratados. Es la viabilidad de un orden jurídico internacional que pretende ser legítimo. Porque si, ante esta doble advertencia, los Estados eligen ignorar, no será solo el clima el que colapse: será también el derecho. Y con él, nuestra última línea de defensa racional ante un mundo que ya no espera.