En México, casi una tercera parte de la población es joven. Esta proporción, significativa en cualquier Estado, debería haber conducido desde hace décadas a una construcción institucional capaz de reconocer y garantizar los derechos de este sector. Sin embargo, los datos muestran una realidad distinta: el 40% de las personas jóvenes vive en condiciones de pobreza y, de los 5.4 millones que no estudian ni trabajan, el 91.2% son mujeres (CONEVAL, 2020; CONAPRED, 2018). Estas cifras no describen únicamente una problemática social; revelan una falla estructural del Estado para articular un andamiaje normativo y de política pública que atienda las necesidades de las juventudes de manera sistemática y sostenida.
El país carece todavía de una Ley General de Juventudes que defina de forma precisa los derechos que asisten a las personas jóvenes, así como los mecanismos institucionales encargados de garantizar su ejercicio. La ausencia de un instrumento de este tipo no es una cuestión meramente procedimental. Sin una ley de alcance general y carácter vinculante, la actuación del Estado se dispersa en programas inconexos, sujetos a las prioridades coyunturales de cada administración. El resultado es previsible: acciones fragmentadas, escasa rendición de cuentas y una imposibilidad real de evaluar su eficacia.
El 24 de diciembre de 2020 se reformaron los artículos 4º y 73 de la Constitución para reconocer a las personas jóvenes como sujetos de derecho y establecer la obligación de expedir una Ley General en materia de Juventud. El artículo 73, fracción XXIX-P, faculta expresamente al Congreso para emitir una legislación que establezca la concurrencia de la Federación, las entidades federativas, los municipios y las demarcaciones territoriales de la Ciudad de México. Han transcurrido casi cinco años sin que el Congreso materialice ese mandato. Esta omisión, desde una perspectiva jurídica, constituye un incumplimiento directo de la Constitución y, en consecuencia, una falla grave del Estado legislador.
En el plano internacional, la omisión es doble. México no ha ratificado la Convención Iberoamericana de Derechos de los Jóvenes, el único tratado que aborda de manera integral los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de este sector. Firmada en 2005 y en vigor desde 2008, fue actualizada en 2016 mediante un Protocolo Adicional adoptado en Cartagena de Indias. El Pacto Iberoamericano de Juventud incorporó el compromiso de promover su ratificación. El incumplimiento de este compromiso proyecta, hacia el exterior, una señal inequívoca: la política mexicana en materia de juventudes carece de la densidad normativa necesaria para situarse al nivel de los estándares internacionales.
Incluso, la parálisis legislativa es visible en el propio órgano que debería liderar estos avances. La Comisión de Juventud del Senado de la República estableció un calendario de trabajo para su primer año, pero solo ha concretado la reunión de instalación (3 de octubre de 2024) y la primera reunión ordinaria (20 de noviembre de 2024). El resto de las sesiones programadas han quedado en el papel. Este inmovilismo retrasa no solo la expedición de la ley, sino también el diseño de una política nacional coherente y de largo plazo para las juventudes.
El Día Internacional de las Juventudes no debería reducirse a actos simbólicos ni a discursos cargados de buenas intenciones. Es la ocasión para confrontar un hecho incómodo: pese a ser un sector numéricamente determinante y estratégicamente crucial para el futuro del país, las juventudes mexicanas siguen enfrentando un abandono normativo e institucional. La falta de una Ley General de Juventudes y la no ratificación de la Convención Iberoamericana son omisiones que perpetúan su invisibilidad jurídica.
La historia reciente demuestra que las reformas constitucionales, sin leyes reglamentarias y sin compromisos internacionales asumidos, se diluyen en el terreno de las promesas vacías. La juventud mexicana no necesita más diagnósticos ni discursos efímeros: requiere un marco jurídico sólido, integral y garantista que trascienda los sexenios, cumpla los compromisos internacionales y, de una vez por todas, coloque a las juventudes en el centro de la acción del Estado.